Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoNadal, qué envidia

Nadal, qué envidia


 

No soy de los que siento admiración por Rafael Nadal ni me identifico tampoco con el tenista manacorí. Ni lo admiro ni me veo reflejado en él. Simplemente, tengo envidia de un individuo como éste. Estoy muy lejos de ser como él. No sólo yo, naturalmente, sino la gran mayoría de ciudadanos de este país de cafres llamado ¿España, Estado español, Federación de Naciones Ibéricas? Me tiene tan harto, tan cansado, tan asqueado este lodazal, este ruido mediático político, este paletismo de barretinas, txapelas, chelis escupidores, ladrones con parche o sin él, curas dogmáticos y soberanos jetas, que el último triunfo del tenista en París me salvó ayer por la tarde de colgarme de un poste junto al garaje.

 

«Señor, señor, venga rápido, que Rafa ha ganado al Djokovic», me dijo el guardés. Su mirada era acuosa. Quizá había vertido hasta  alguna lágrima. Bien vertidas. Llorar no es malo. Libera emociones. Mis dos perros ladraban en señal de júbilo. «Bien por Nadal. Me alegro por él y por esos gabachos que no le perdonan convertir Roland Garros en su propiedad exclusiva», grité. El guardés, sin hacer comentario alguno, me ayudó a liberarme de la soga. Mi cuello estaba enrojecido. «Vamos para allá, Pepe, que eso no me lo quiero perder. La muerte, mi muerte, puede esperar», dije con la voz algo ronca. Mi empleado ni se inmutó. Estaba, está y estará acostumbrado a mis excentricidades. Ya tendré tiempo para matarme en una circunstancia más apropiada, pensé. Motivos no faltan.

 

Por una casualidad me encontraba en París el día justo del inicio de Ronald Garros. Los parisinos, insufribles ellos, se enorgullecen del prestigioso torneo tenístico tanto como el que sienten por el Louvre, el Tour de Francia o la Torre Eiffel. Y eso que los pobres no saben lo que es ganar desde hace miles de años. Una gran bola de plástico colgada sobre los hierros del maravilloso monumento frente al Trocadero anunciaba una mañana lluviosa de mayo la llegada de la cita anual en las instalaciones del Bois de Boulogne.

 

Mientras disfrutaba de un buen desayuno y de una mejor compañía en una terraza de Montmartre leía la prensa del día. No había una sola información relacionada con el torneo que no pronosticara la derrota del tenista mallorquín. Era la hora de Nole Djokovic o del tapado Stan Wawrinka, que en un amplio reportaje confesaba estar preparado para ganar este año el torneo. Sin embargo, fue eliminado a las primeras de cambio. De Nadal se decía que no estaba en forma y que su ocaso estaba muy próximo. Parecía como si quien había escrito la noticia se regodeara del supuesto batacazo del hasta entonces ocho veces campeón del trofeo.

 

Los franceses nunca se han identificado con el laureado tenista. Más que los franceses, los parisinos. Aunque ya se sabe, Francia no es París como Nueva York no es Estados Unidos. Aplaudieron a rabiar cuando fue eliminado hace unos años por un agresivo y maleducado sueco, le silbaron todas las veces que se enfrentaba a Federer y se decantaron por Djokovic, otro genio de la raqueta pero con un toque bufonesco que fatiga a quien ama este deporte. Algunos malévolos insinuaron que en los éxitos de Nadal mucho tenían que ver los estimulantes. Él, sin embargo, siempre habló bien del público, de los aficionados parisinos. Confesaba que Roland Garros era más que ningún otro su torneo, algo, por otra parte, evidente, tras haberlo ganado más que ningún otro tenista.

 

Ayer, sin embargo, cuando tras correr detrás del guardés hasta el salón para ver la ceremonia final del torneo -soy un poco trasnochado, pero confieso que es lo que más me gusta de los eventos deportivos- comprobé que por primera vez los gabachos se entregaban al genial deportista, le aplaudían y hasta le perdonaban su pobre francés. No podía ser de otro modo, pensé. Más vale tarde que nunca.

 

Cuando uno ve el esfuerzo, la tenacidad, la superación, la entrega, la ilusión de alguien por algo o por otro alguien, no puedes más que rendirte ante la valía humana de ese individuo más allá de sus capacidades y habilidades profesionales e intelectuales. Eso pasa en el deporte y en cualquier otro ámbito de la vida. A veces encuentras alguien así, una rara especie, una flor que brota de forma imprevista en una tierra poco propicia.

 

Al ver a este aún joven tenista deshacerse en lágrimas en su silla, llorar al escuchar una música que para él significaba algo y sobre todo elogiar de nuevo con respeto al rival y vaticinar que tarde o temprano estará en su lugar porque se lo merece, sentí envidia. Un periodista  de Barcelona le recriminó no hace mucho que siendo mallorquín y hablando catalán fuera seguidor del Real Madrid. Nadal se quedó perplejo. No supo bien qué responder.

 

Por eso digo que no admiro ni me identifico con Nadal, como seguramente tampoco el periodista de marras aunque afirme lo contrario. Él es mucho mejor que yo desde todos los puntos de vista más allá, obviamente, del plano deportivo. Tiene la ilusión que a mí me falta, la constancia y disciplina que yo carezco, el afán de superación del que escaseo, la resistencia  al dolor en comparación con mi queja diaria, el respeto al rival frente al menosprecio que expreso hacia el prójimo y la suerte de creer en lo que hace y en lo que siente, bien distinto a como yo soy.

 

Yo no soy Nadal, pero tampoco  los millones y millones de gritones y maleducados españoles, que insultan y odian al otro. No hemos cambiado tanto desde que Goya nos pintara dándonos de garrotazos entre sí. Es mentira. Yo no puedo identificarme con este portentoso deportista, porque mi personalidad y la de tantos muchos como yo es más mezquina. Sus triunfos son ante todo suyos y no de España, porque este joven considero que no representa al país donde yo vivo actualmente.

 

Pero al menos hay una cosa buena en toda esta historia para mí, naturalmente. He aplazado mi muerte para mejor ocasión y voy a intentar aprender a partir de hoy de la conducta de Rafael Nadal, manacorí, de 28 años, ganador de 14 slams, entre ellos nueve copas de los Mosqueteros mal que les pese a los parisinos.

Más del autor

-publicidad-spot_img