
Berta fue un regalo. Habíamos perdido a nuestras gatas y mi hija echaba de menos una mascota. Alguien de nuestro entorno puso en práctica aquello de un clavo saca otro clavo. La estrategia funcionó. Fuimos a buscarla a un chalet de lujo a las afueras de Madrid. Todavía era un cachorro. Había otros gatos/as, pero enseguida supimos que era ella; bueno, si soy sincera, ella lo supo antes. Desde entonces es feliz a nuestro lado.
Este año, por razones ajenas a nuestra voluntad, hemos viajado bastante, y se ha quedado mucho tiempo sola, nunca más de una semana, pero me parecía triste tanta soledad, así que intentamos probar nuevas sensaciones. En principio, viajar con ella fue un fracaso, se metía debajo del sofá de la casa prestada, triste y arisca. Perdió la confianza en mí, en todos nosotros. Hasta este momento, Berta ha sido uno de los seres vivos que más ha confiado en mí, pero aquel viaje la lleno de dudas. Cuando volvíamos a nuestra casa recorrió una a una todas las habitaciones, se acurrucó horas en mi cama; sí, en mi casa las camas son mágicas. Berta volvía a su felicidad cotidiana como un personaje de Jane Austen. Seguíamos viajando y seguimos intentándolo y ha acabado acostumbrándose. Ahora te mira como si te dijera: me gusta el juego, ya lo he comprendido, incluso posa para las fotos. De alguna manera ha descubierto que el hogar, su hogar, esta donde estamos nosotros. Aunque debió de ser muy inquietante perder las referencias por un instante que debió de parecerle eterno. Su mundo se había borrado en unas horas, encerrada en un trasportín para gatos.
Antes de Berta hubo otras gatas, pero Mishi, por Mishima, «Nieve en primavera» fue la más afín. A Mishi la amé con verdaderos sentimientos. Parecía negra, pero cuando le daba el sol aparecían unas rayas marrones que la hacían realmente única. Tengo que reconocer que me sorprendió volver a sentir por Berta algo tan especial como lo que sentí por Mishi. Mishi parió en mi cama, de aquel parto salió Lucy, por Lucille Ball. Eran unos años donde podías comer o sestear viendo la televisión, incluso TeleMadrid, sin rubor ni vergüenza. Fue el reinado de las series de 30 minutos, además de Lucille Ball, estuvo Roseanne, Cheers, Friends… Pasaron los años plácidamente, con esa felicidad tranquila que otorga la convivencia feliz y sin sobresaltos, pero las cosas no duran para siempre y los finales suelen ser difíciles. Mishi murió debajo de la cama de mi hija, un diciembre ya lejano en plenas navidades. ¿Hay algo más personal?
Cuando paseo por Madrid, entiendo a los mendigos que viven con animales, gatos, perros. Suele ser más fácil relacionarse con ellos que con muchas persona ¿o es al revés y son los animales los que saben relacionarse mejor que las personas? En Flores rotas, de Jim Jarmusch, Jessica Lange, ex novia del protagonista de la película, habla con gatos. Phoebe Buffay en Friends no solo habla con ellos, cree que el alma de su madre habita en uno de ellos. El Premio Nobel de literatura de 1987, Isaac Bashevis Singer, judío, escribía en yiddish, vivía en el gueto judío de Varsovia (Polonia), familia de rabinos, también creía lo mismo; de hecho en varios relatos suyos, los gatos albergan el alma de personas importantes para el desarrollo de sus tramas. Y yo, no les voy a engañar, he tenido mis propias fantasías.
Mis mejores recuerdos de Mishi están relacionados con una cabaña de madera que me hacía sentir que tenía una granja en África. Mishi era una aventurera nocturna, desaparecía al atardecer y nunca regresaba hasta la mañana siguiente. Al principio no había gatera en la cabaña y a veces se encontraba con la ventana cerrada. Una mañana me levanté y salí a buscarla por la finca, la encontré subida en un árbol, se había resguardado allí. Me alegre mucho de encontrarla a salvo. Ella se bajó inmediatamente del árbol y comenzó a echarme una bronca tremenda, ni mis padres se había atrevido a llegar tan lejos. Luego la dio por cazar ratones y dejarles muertos en la puerta de casa, era su contribución económica. Me seguía a todas partes, incluso a la entrada del pueblo, justo hasta donde estaban los primeros perros. Allí se camuflaba entre los matorrales y me esperaba para regresar conmigo a casa. Caminábamos la una detrás de la otra por el arcén de la carretera. En el pueblo flipaban, era literatura andante y nunca habían visto un personaje similar. No tenían referencias. Pero seguramente, el mejor de todos los recuerdos, fue una noche que soñé con un águila que se trasformaba en Mishi, mientras aterrizaba en el vértice de mi cama. El sueño fue tan impresionante que me desperté y oí el maullido de la gata en el mismo vértice que aterrizaba en el sueño, incluso hubo un ligero golpe sobre el colchón. Durante unos instantes me quedé un tanto aturdida, pensé, estoy segura de ello, que las dos tuvimos el mismo sueño.
Lucy era una miedosa compulsiva. Tenía una extraña habilidad para abrir puertas, nunca podías dejarla encerrada, siempre conseguía escapar. Todavía recuerdo el día que llegué a casa con mi hija recién nacida, la olieron, me olieron, y la admitieron con mucha curiosidad. Fuimos durante bastantes años una familia de tres humanos y dos felinos. Sí, podíamos escribir un cuento rosa, pero una tempestad de odio y desamor nos aniquiló. Las gatas se empezaron a odiar. Lucy estaba cansada de ser la eterna segundona, la hija de…, y reivindicó un papel más activo. Una noche la situación fue tan insostenible que tuvimos que llamar a un veterinario de urgencia. Nos dijo que era algo muy común en las largas relaciones materno-filiales y nos recomendó usar un collar isabelino para que no se hicieran daño en las peleas. Los maullidos eras realmente escalofriante, ahora parecíamos un remake de Cumbres borrascosas. A veces he sentido que la muerte de Mishi se inició en esta horrible batalla, y me siento un poco culpable. Es evidente que los hijos tienen que crecer y Lucy no tuvo esa oportunidad. Lucy ocupó el ansiado protagonismo que dejó su madre. Yo la cuidé y la quise, pero nada fue igual. El odio siempre deja heridas. Mishi era mi gata y Lucy era la gata de Mishi. Y yo echaba de menos a mi gata.
Muchas veces me he reído de la alergia que produce la realidad a los gatos. Están en reposo, haciendo gala de su exquisita elegancia, hasta que algo les vuelve locos y les convierte en fieras salvajes que atacan indiscriminadamente o en cobardes que huyen en retirada hasta encontrar cualquier escondite donde guarecerse. Son relaciones de alto riesgo. En mi vida han sido casi un laboratorio donde he podido observar la complejidad y dificultad que tenemos los seres vivos en afrontar la vida. Huir, esconderse, atacar… y a veces, unas pocas veces, amar.