La espera es anticipación, resignación solitaria que pone a prueba la gracia con la que consentimos que el tiempo pase. Es siempre preámbulo.
Obertura
La espera es anticipación, resignación solitaria que pone a prueba la gracia con la que consentimos que el tiempo pase. Es siempre preámbulo.
Celebro el momento de antes, disfruto saboreando lo que vendrá: el beso que aún no se ha dado, el regalo envuelto, la nota del examen que no se ha aireado todavía. He aprendido a disfrutar de la paciencia y de los trayectos, tanto que a veces hago de ellos una predilección que antepongo a los hechos. Prefiero excitarme con lo que está por venir porque, en demasiadas ocasiones, el beso no convence, el examen resulta un fracaso y el regalo tienes que devolverlo.
Lo reconozco, me recreo en el meloso preludio que nos tortura lo justo para seguir esperando. Acepto el desafío de la incertidumbre aferrándome a la dulce inminencia. El sonido de violines afinando antes de dar comienzo el concierto. El clímax al final de capítulo que obliga a seguir leyendo.
Aunque también me gusta el sabor de los finales. El olor a lluvia amainada, las ascuas del fuego, el regocijo en lo resuelto. En cierto sentido, y tal vez también por eso, el final es un comienzo fulminante y adelanto de lo nuevo. A su manera, un final es antelación de lo posible. En el entretanto, el beso de antes se torna bueno, el regalo tiene posibilidades y la nota del examen hace justicia al esfuerzo.
Así que hago de mi vida una suerte de proemios y desenlaces, y una cosa lleva a la otra mientras me engaño. No me importa. Me encomiendo a la necesaria dilación de vivir en un suspenso. No creo en lo bueno que se hace esperar sino en la delicia previa o última que se desprende, en parte con zozobra y en parte con sospechosa apetencia, de aquello de lo que no formo parte todavía o ya me ha olvidado.