
Dos veces vi el alma, dos. Cuando murió el pobre viejo y cuando ella me dijo adiós.
Quizá no me creíste cuando te dije que pasamos una tarde perseguiendo tormentas de verano en un viejo Fiat, con un calor asfixiante, riéndonos de todos y de todo mientras recorríamos caminos que yo nunca me imaginé que pudieran existir. Aquellos labios carnosos y dientes tan blancos iluminaban una sonrisa ingenua que a mí me sacaban de quicio. Qué cuerpo tan rotundo, no se le podía poner ni una pega y estaba ahí, a mi lado, completamente entregada y dispuesta a complacerme en todo lo que yo pidiera. No fue una romanticada al uso ni un producto de mi imaginación. Fue muy real, aunque lo recuerdo ahora como si hubiera sido un sueño. Paramos el coche y corrimos hacia un prado intentado bebernos unos cuantos goteros bien gruesos que, por desgracia, se escapaban rápidamente en dirección a las laderas de Las Machotas. Un poco sí nos mojamos, lo suficiente para ver bien marcado el sujetador blanco bajo una fina camisa de flores. Eran turgentes, jóvenes, frescas y parecían decirme a gritos «cómeme, ¿no ves que son sólo para ti?».