Quimera de los tonos grises

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Cuando se dirigen elogios a luz por lo que muestra, pienso en lo que enseña la sombra a su modo de oscuridad incomprendida. La del ciprés alargada, la de Peter Pan traviesa. La sombra no sólo oculta, requiere que la comprendas, que adaptes tu propia mirada, que le des tiempo. 

 

De la luz se dice que permite ver aquello que nos rodea, y se confía en ella para que el sol nos guíe en los días claros y el farol en noches y tormentas. Incluso la mente del niño experimenta un temor irracional a la oscuridad que le hace presa de su propio pánico infundado a no comprender si no sabe antes lo que le espera.

 

Los viejos quinqués, los altos neones, son todos lo mismo: talismanes para un solo sentido, brújulas con una única misión. De hecho, el cuerpo reconoce el vértigo que se acrecienta al caminar con los ojos cerrados y haber cedido el control.

 

Y así como no encuentra sustituto la intimidad simple que produce la luz tenue de una vela, la leve polilla se dirige sin remedio a la tristeza hipnótica de una bombilla cercana. Buscamos estrellas que cumplan sueños, lamparitas quitamiedos, faros marineros para la noche incierta. La iluminación es celebrada por la bengala en la Tierra y por la estrella en el cielo.

 

Por eso, cuando se dirigen elogios a luz por lo que muestra, pienso en lo que enseña la sombra a su modo de oscuridad incomprendida. La del ciprés alargada, la de Peter Pan traviesa. La sombra no sólo oculta, requiere que la comprendas, que adaptes tu propia mirada, que le des tiempo. Tememos la ceguera y, sin embargo, a todas luces estamos ciegos. Del foco del minero a la diminuta luz imperdible de luciérnaga, todo nos alienta a ver y que nos vean. La claridad no se plantea el acto de fe depositado en los dedos cuando caminamos a tientas. 

 

La oscuridad es la sorpresa, ésa que la vista concede al resto de sentidos para desenfocarnos un poco y que otros nos huelan, escuchen o toquen; que otros nos prueben y, con suerte, nos entiendan.