Si alguna vez me falta tema para estos textos, compondré uno sobre su escritura. Iré rellenando la página sin decir gran cosa. Confiaré en que mis lectoras no se den mucha cuenta. Que se dejen llevar por la cháchara, dulcemente mecidas por ella. Solo al llegar al final, repararán tal vez en haber estado leyendo… acerca de nada.
Conseguir esa ligereza con las palabras, ese embaucamiento mediante unas cuantas frases vacías, no debe de ser cosa de poco mérito. Sobre todo si se logra con encanto, la rara cualidad literaria —¡ojalá yo la tuviera!— que elogiaron Borges y Stevenson.
¿Y cómo lo haré? Pues… no voy a explicarlo todo aquí. Las líneas, eso sí, habrán de llegar al final, los márgenes bien igualados. De esa forma, a poco que se extienda el rimero de renglones cabales, conseguiré quizá el grato efecto de un hojaldre de prosa mullida y crujiente. Qué sensación de trabajo bien hecho cuando las frases llenan toda la caja.
Pero también necesitaré puntos y aparte.
Y a veces tendré ganas de usar muchos.
En cualquier caso, a medida que avance en ese texto —que yo haré sin que me lo mande Violante—, se presentará un dilema. ¿Escribiré con frases breves? ¿Cortaré el discurso con profusos puntos y seguido? Sí, lo agradecerán los lectores. Sentirán que la cosa se mueve. Que fluye. Imitaré a Azorín, lo confieso. Así definía Mella su estilo: “Donde otros ponen coma, Azorín pone punto”. Pues eso.
Pero todo acaba fatigando, por lo que no vendrá mal emplear también en la pieza gratuita el periodo extenso, en el cual, a la manera de esos pares de cerezas que, cuando tiramos del primero, salen enganchados uno tras otro, se vayan engastando incisos y proposiciones que, aunque a primera vista parezcan inocentes, se alargarán después hasta semejar no tener fin, de suerte tal que algún avispado podría creer que se entretiene uno ociosamente en ir abriendo bifurcaciones que —de modo parecido a lo que sucede con las de los laberintos vegetales, que a veces acaban convergiendo— pocas líneas después no habrá más remedio que ir cerrando una a una, con buen orden y paciencia.
Ahora bien, todos los recursos retóricos están inventados desde hace siglos, y llevan nombres que vienen del griego y el latín. Los juntapalabras ya no conocemos esos nombres (oxímoron, tal vez, y sinécdoque, pero ¿metagoge?, ¿catacresis?, ¿cleuasmo?), y usamos las figuras que designan sin ser conscientes de hacerlo.
Como escribiré sobre nada, ¿qué más trucos emplearé para encandilar a quien me lea? Incurriré quizá en la fantasía de exhibir una palabra desusada, exquisita, coruscante. He de esconder en la prosa otras veces dos o tres versos de acento medido, para que alguna lectora se enrede con esa música leve y sutil.
El título debe ser corto, sugerente, con impacto. Por último, qué gusto alcanzar el máximo de palabras autoimpuesto. A ver cuántas llevo: cuatrocientas ochenta y seis. Un esfuerzo más (pero, ojo, sin que se note). Cuatrocientas noventa y nueve… ¡Quinientas!