
Personajes de espaldas a un colapso evitable
El colapso de la Torre de Babel era la analogía que empleaba en el post anterior para ilustrar los problemas y los vicios de la gestión pública y sus peculiaridades respecto a la empresarial.
El maravilloso cuadro de Bruegel plantea mediante sutiles indicios que detrás del desplome de ese gran proyecto administrativo en el que se afanan miles de figuritas no estaba el rayo divino sino causas internas: objetivos no realistas o sectarios, estrategias aplicadas mecánicamente y sin cuestionarse, descuidos en la ejecución. En definitiva, mala gestión.
El genio de Bruegel quiso profundizar aún más. Una dinámica organizacional pervertida parece ser la causa última, no simple incompetencia. El cuadro es de 1563, pero la escena de primer plano puede ser actual. Repasemos a los personajes y busquemos analogías. Quizá Bruegel nos está lanzando un mensaje a través de los siglos.
La visita del señor al lugar de trabajo. La insoportable levedad del dirigente público
El señor, cargado de los símbolos de su poder y rodeado de guardia, realiza una visita de inspección a la obra. Le rodean acólitos (la guardia) y altos cargos, como en cualquier visita oficial. Sólo se echan de menos las cámaras que cubren el evento. Los trabajadores son parte del espectáculo.
Si alguien del grupo mirara a la torre a esa distancia, podría ver los problemas como los vemos nosotros. Pero nadie parece interesado, todos miran al señor en su visita. Lamentablemente, él también ignora el estado de la torre.
Obras como la torre de Babel duran generaciones. El señor que hoy la visita no inició la obra, y no la verá terminar. No muy diferente a los cargos de designación política que toman responsabilidad temporal de proyectos e instituciones -en nuestro país, esta escena tendrá réplicas en pocas semanas-. Las grandes transformaciones y proyectos son típicos en la gestión pública y no raros en la privada (por ejemplo, IBM necesitó 10 años para crear la serie 360 de ordenadores). El contraste surge porque un líder empresarial sí puede estar a cargo ese tiempo o preparar un sucesor, o un bloque directivo permanecer relativamente estable. Pero nuestro “señor” está de visita, ni vive a pie de obra, ni su siguiente cargo dependerá de su avance, y lo poco que sabe de su sucesor es que es de suponer sea un enemigo, o peor, ¡un rival!
El dirigente político de una empresa o institución pública está sólo implicado, el directivo privado suele estar comprometido. Es como lo de la gallinita y el cerdito ante un plato de huevos fritos con chorizo. O quizá en este caso convendría decir “gallo”, animal aún menos implicado con la suerte de los huevos y más gritón y consciente de su dignidad. Fíjense en los pies del señor, ¡parece que no le llegan al suelo! Así es su levedad y la superficialidad de su implicación.
Ambos factores (temporalidad, dependencia política) hacen que el señor/político esté menos pendiente del proyecto que en apariencia dirige (la torre) que de su imagen. Lo que debería ser actividad se convierte en actuación. Es apropiada esta cita de Churchill: «El problema de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles sino importantes».
Y ese no es el peor escenario: podría ser que utilizara el proyecto o sus recursos de forma instrumental para sus objetivos políticos. Quiero decir, en esos tiempos, en la antigüedad, que había mucha menos vergüenza. Artistas como Bruegel -lo hace también en otros cuadros- recurren a la antigüedad para criticar veladamente los modos del poder y a la vez evitar ser degollados. (Ahora funciona justo al revés, lo que es mucho más conveniente y limpio: te subvencionan por criticar el pasado para disculpar el presente).
Una pequeña anotación: pienso que son inmensísima mayoría las personas que se dedican a la política de forma honrada y entregada. Pero menos los que añaden a estas cualidades las que se necesiten para ascender en los principales partidos y las también necesarias capacidades de gestión. Y muchos menos los que consiguen ejercerlas con éxito comparable al de las mejores referencias de la gestión privada frente a la presión de un sistema que con los años se ha ido viciando.
Por ejemplo, tanto la prensa de hoy como los pintores de ayer no se enfocan en la gestión real si no en la teatralidad, y sea por segmentar la audiencia, por simplificar o por mera manutención, no suelen ser 100% independientes. En nuestros días, en lugar de investigación o seguimiento estructurado tenemos realities de refriega política, datos sueltos con esteroides y un bonito género artístico de la placa y el corte del cinta.
Antes de reprochar nada a la prensa, recordemos que como todo negocio está sujeto a las leyes de la demanda. Los dirigentes empresariales publican cuentas y datos operativos trimestrales. Un accionista demuestra más interés en saber que un ciudadano, aunque se juega menos. Es la desidia ciudadana la que permite esa escasa transparencia administrativa y el tratamiento superficial de los medios. Además, el entramado institucional es complejo, los logros públicos suelen exigir acciones coordinadas, con lo que eludir responsabilidades o atribuirse los raros logros es sencillo para el político hábil, que rara vez rinde cuentas por su gestión. Si la cosa se pone fea, abre el frasco de la ideología y la cosa queda en tablas.
Militares y altos cargos. Las invasiones bárbaras: políticos vs burócratas
El señor no se mueve sin su vistosa guardia, que entra en escena de perdonavidas. Los hombres armados tienen el poder. En una democracia, este poder está gestionado por organizaciones políticas que se alternan. Esos militares, que “militan”, son el respaldo del poder del señor. Esta partida son su «partido» (hagamos la analogía). Están orgullosos, se ve en sus caras. Han ganado. Se adivina un sistema de clientelismo. Imaginemos que los señores se eligen en batallas regulares. Como decía antes, quizá está es la primera visita del señor a esta parte de sus dominios, una visita de inspección del máximo dirigente público, que es político y tiene doble agenda.
Otros dos personajes próximos y algunos al fondo, de apariencia noble, no están armados. Son los visitados, los administradores responsables de la obra. Estaban allí antes de que el señor fuera elegido. Pueden ser cargos de la carrera administrativa. Burócratas.
La escena que rodea al señor representa una batalla épica y soterrada, la que enfrenta a políticos y burócratas. Dos legitimidades cara a cara: la de lo público, la de lo profesional. Politikong contra Funcionaurius. La guardia está relajada, el señor es de los suyos. Pero los burócratas están tensos. Hay algo llamativo. Un cargo o noble parece romper el protocolo, atraviesa la fila de la guardia e intenta hablar con el señor, con cara de preocupación. ¡Quizá hubiera osado interpelar al señor para hablar de los problemas de la torre!
Para desdicha del contribuyente, la atención del señor se dirige a otro, obeso y ricamente vestido, que no parece tener incentivos para denunciar lo que pasa y prefiere mostrarle la actitud servil de un grupo de subordinados. Escena contemporánea y no exclusiva de la Administración: un jefe presta más atención a los que le muestran sumisión que a los que trabajan. Éste es quizá el nudo gordiano que Bruegel identifica, el problema de base. La torre crece condenada al fracaso, absorbiendo esfuerzos inútiles, porque nadie se preocupa de la torre sino del juego político y mantener vivas las rutinas y expectativas burocráticas. Ese cortar los flujos ascendentes de malas noticias, o simplemente de noticias que desafíen la «sabiduría convencional» es la principal receta del fracaso.
En las Analectas de Confucio hay un pasaje significativo (a ver si alguien piensa que esto son cosas modernas o ideas mías):
«-¿Hay alguna frase -continuó el Duque,- por la cual un país puede ser arruinado? Confucio respondió: -No puede residir tal poder en una sola frase. Pero hay un dicho: «No hay mayor placer en gobernar, que ver que nadie se opone a mi voluntad». Si la voluntad del reyes buena, y nada se le opone, todo va bien; pero si no es buena y tiene un poder absoluto, ¿no ha conseguido arruinar a su nación con una sola frase?»
En fin, el señor llega con sus armiños y cetros a la obra, victorioso tras una campaña política, y posiblemente sugiera cambios rápidos que dejen su impronta o acrecienten su fama en el campo político -que es el que le importa – antes de que llegue el próximo señor. Los veteranos burócratas le explican con cara de resignación que los cambios son imposibles, ilegales o que ya se intentaron sin éxito ocasionando la caída del anterior señor. O peor, callan servilmente pero nada ocurre. El señor se enoja con los burócratas que a partir de entonces tratarán con su guardia de veinteañeros y recibirá únicamente a los aduladores. Antes de un año, el señor se resignará a no obtener cambios radicales y empezará a preocuparse de su futuro personal. Todos convendrán que las limitaciones son heredadas, o que recaen aguas arriba, en los presupuestos u otros organismos, o aguas abajo, en los mandos medios y trabajadores. Y a partir de ese momento, o bien justificarán que éste es el mejor de los mundos posibles, o bien, si sigue llegando dinero, subcontratarán a terceros o mejor, montarán alegremente una entidad pública paralela con su logo y todo.
Sin un contrapoder ciudadano (desidia y poca sociedad civil), institucional (todos los órganos son del mismo «holding», no hay sana competencia privada) ni mediático, ocurrirá lo que dice Confucio: el señor tendrá «el placer de no ver que nadie se oponga su voluntad». La complacencia es absoluta y el rumbo de colisión con la realidad habrá sido programado.
No creamos que el señor tiene el poder absoluto. Pese toda la pompa que le rodea, sabe que sin los expertos y la organización no es nadie. En una compañía privada el CEO puede cambiar la estructura, incorporar nuevo talento, iniciar programas de formación o premiar resultados casi a voluntad. El señor, aún si tuviera voluntad de cambio, está limitado por presupuestos rígidos y rutinas administrativas inamovibles. Tiene menos tiempo y menos poder efectivo que un líder empresarial, y en un buen número de casos (no lo olvidemos) menos aptitudes. Sí, en cambio, tienen atributos de talento político y de liderazgo. El problema es que ese liderazgo se dirige a la guardia (sus partidarios en el partido) no a los nuevos subordinados en su empleo temporal. La empresa privada tiene ejemplos de transformaciones radicales exitosas, pero siempre han partido de un liderazgo y compromiso excepcionales.
Por otro lado, si la política gusta de llamarse a sí misma como “el arte de lo posible”, la burocracia puede llegar a ser “el arte de hacer imposible lo posible”. Con objetivos variables cada cuatro o menos años, la organización burocrática ha sabido también inmunizarse contra los cambios políticos. La protección del puesto es primordial y los trucos que se emplean han sido perfeccionados desde que los faraones discutían con las organizaciones sacerdotales.
Políticos y burócratas se necesitan mutuamente, pero su interlocución es difícil y menos aún su colaboración para el provecho común. Por cultura (y selección natural), el político tiende a ser narcisista, optimista hasta el delirio, amante de seguir sus grandes intuiciones sabiendo que con el tiempo sabrá vestirlas de argumentos. En cambio, el mando burócrata ha sublimado su ego hasta hacerse indistinguible con la silla, viste discretamente, odia la atención, es pesimista patológico y favorece la parálisis por el análisis. Quizá la principal diferencia es que el político es un tipo al que tomar riesgos le ha ido bien y que se cree iluminado por la suerte y el don del carisma, mientras que el burócrata odia el riesgo y confía en el callado don de la perseverancia ante los errores y las jubilaciones de otros que van liberando sillas. La metáfora de Babel como “confusión de lenguas” tiene aquí su mejor aplicación.
Por tanto, sería equivocado pensar que sólo el político es el culpable de la inacción burocrática. Una “tecnocracia pura” que prescinde de la política, es sospechosa, porque la política y el poder siempre existen. Los retos de la sociedad no se resuelven con una ecuación. La torre no se hubiera imaginado ni hubiera conseguido apoyos si no encarnara una aspiración colectiva, y eso es reino de la política. El talento político es necesario para gestionar la inevitable complejidad de propósitos de las distintas instituciones y grupos de interés. Otra cuestión es que haya tiempos en que la la política (o ciertos partidos) haya desbalanceado el sistema a su favor y éste deba reequilibrarse.
Podemos imaginar en los rostros de esa escena del cuadro las dificultades de comunicación, el servilismo, las imprecisiones, el miedo que impide la transparencia, la dificultad de obtener guía del líder y su poca disposición para cambiar su opinión. Esa caja negra, que une la política y la administración, no está siendo eficaz para prevenir los problemas de la torre. En Babel y en España, la necesidad de mejor gestión es clamorosa. El resultado de este combate suele ser tablas, todo sigue igual y nadie busca “lograr” u “optimizar” sino “justificarse”. Si en algo están de acuerdo, es en que la innovación no incremental puede hacer peligrar las carreras de ambos estamentos.
Este triste panorama de bloqueo y mezquindad permanece razonablemente oculto cuando los fondos fluyen y los puestos crecen, los logros se obtienen por desbordamiento y nadie te mide por las oportunidades perdidas. Pero cuando baja la marea se sabe quién nadaba sin bañador. La crisis es una oportunidad para la reinvención de lo público que nuestro tiempo requiere, porque puede ajustar mejor la imagen a las realidades para poder tomar decisiones, y romper ese pernicioso bloqueo de la innovación y el cambio que surge de ese involuntario enroque entre burócratas y políticos.
Trabajadores en la obra. Como los pimientos de padrón, unos pican y otros no
Aunque la clave de los problemas es la escena central. Bruegel nos reserva el primer plano para los trabajadores. Parece querer resaltar al observador que su dedicación es la que realmente hace posible esta y cualquier obra. Recuerda los versos de Bertold Brecht: «¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas? En los libros figuran los nombres de los reyes. ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra? «.
Pero hay dos grupos de trabajadores. Unos pican la piedra, como las multitudes que vemos que se afanan sobre la torre. Otros simplemente optan por reverenciar al nuevo señor, aparentemente por indicación del burócrata más orondo. Eso sabemos de la Administración. Los empleados públicos rara vez sufren o se benefician de su desempeño. También hay multitud de entes públicos o semipúblicos con una lógica clientelar importante.
Hacer y no pensar es una tentación para el funcionario, como lo es ocultar las capacidades. Fijémonos en las caras del grupo que se arrodilla. En sus caras hay miedo. Sabemos de los campos de algodón y de exterminio que dosificar los esfuerzos y ser indistinguible fue crítico para sobrevivir. Es la lógica del banco de peces ante los depredadores.
Por eso es meritorio el grupo de trabajadores a la izquierda, que parece trabajar a gusto y estar libres de todo cinismo burocrático. Sonríen. Son los personajes más felices de todo el cuadro. Recuerda la conocida parábola del hombre que se cruzaba con trabajadores que lamentaban su suerte y describían su trabajo en términos concretos (“llevar esta piedra”) o rutinarios (“construir este muro”), y termina encontrando a uno que feliz, confiesa que “está contruyendo una catedral”. Sin embargo, creo que Bruegel tiene una explicación aún más completa del secreto de estos trabajadores. Quizá Bruegel no sólo identifica el problema, si no la solución. Llegamos a mi personaje favorito.
El hombre del gorro rojo
El hombre del gorro rojo parece ser un maestro de obra. Frente a los que se amargan o los que simplemente hacen silla hasta llegar a fin de mes, el grupo que lidera el hombre del gorro rojo ha sabido automotivarse. El hombre dirige, pero también está preparado con su palanca para ayudar. No dirige desde arriba ni desde delante, dirige desde detrás, facilitando y animando.
Sin incentivos materiales ni de prestigio, el potencial de los profesionales de la función pública se agosta. El cinismo se apodera de la organización. La solución pasa por el “empowerment” (o “empoderamiento”), por dejar que los gestores intermedios gestionen y lideren, más allá del mecanicismo de la gestión tradicional. Lo que debe caer en cascada son las prioridades, criterios y estrategias, no las “instrucciones”. La organización debe aprender y tener iniciativa, no sólo ejecutar.
Es frecuente asimilar a la Administración como una máquina, con enmarañadas regulaciones y rutinas que hacen difícil su programación y lenta su ejecución. Eso es lo que tratan que creamos tanto los enemigos del cambio como los que quieren justificar «administraciones» paralelas y duplicidades a nuestra costa.
La metáfora es errónea. El error está en confundir “complicado” con lo que es en realidad: “complejo”. La función pública se apoya en sistemas humanos, depende de una constelación de organismos y debe responder a múltiples objetivos. Si embargo, es más flexible y más horizontal y relacionada con el entorno de lo que se cree, y la disrupción puede surgir de dentro si cambian las expectativas. No es necesario hacer paralelos al sistema ni resignarse.
Bruegel lo ha visto como lo vio la industria japonesa cuando construyó su época de liderazgo empresarial a costa de la norteamericana: no hay ningún sustituto a la dedicación humana. Más hombres del gorro rojo mejoran la experiencia y el desempeño de los trabajadores en lo público y en lo privado. En esta transformación, la gestión empresarial tiene mucho que aportar. Algunos procesos de la organización deberían adaptarse: las forma de selección (que contemplaran las actitudes), la implantación de la estrategia (más centrada en guiar que en planificar), el fomento de una conciencia de equipo y de responsabilidad, la movilidad, la digitalización y la gestión del conocimiento, las palancas (medición y premio del desempeño)…
Si hay que resumirlo en una palabra, lo que la gestión pública necesita es “vida”. El hombre del gorro rojo es el más vital de todo el cuadro, y su energía activa la de otros. Un intraemprendedor, un líder dedicado y responsable, ajeno a la política y comprometido con los resultados.
Algunas conclusiones
La Torre de Babel de Bruegel es una obra maravillosa. Esto ha sido sólo una interpretación imaginativa (quizá Bruegel tuviera en mente el problema de la salvación y los errores de la curia romana), pero que sugiere algunas lecciones para mejorar la gestión pública:
− En proyectos grandes y complejos como los públicos no importan los recursos o cuánto o qué bueno sea el trabajo de muchos: todo puede perderse por falta de visión y de compromiso, y ambos implican seguir la realidad sin sesgos y saber rectificar.
− Hay que encontrar el punto dulce entre administración y política. De su juego surge el progreso y el beneficio común, no de primar una. Los líderes han de combinar capacidades de gestión (donde la referencia en mejores prácticas es la empresa privada) y políticas (para garantizar recursos, enfoque en objetivos y alineamiento con otros órganos).
− Hay buena y mala administración, y buena y mala política. Tanto política como administración requieren individuos que puedan juzgar por sí mismos y estén preparados para asumir y delegar responsabilidades. Los intereses de colectivos concretos (partitocracia, burocracia) llevan al esfuerzo general inútil (si no al colapso), en un típico “dilema del prisionero”. Los resultados de la modernización serán efectivos sólo si se regeneran ambas en paralelo. Sea cual sea la solución, tiene que pasar por la responsabilidad de las personas.
− Estas dos regeneraciones necesarias: la política y la administrativa, son en último término responsabilidad de la atención, voz y voto de los ciudadanos. Tendremos la gestión pública que creamos que es posible. «Público» significa tanto «del pueblo» como «sabido por todos». Por tanto, superar la paleoadministración requiere de nuestra parte implicación y exigir transparencia.