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Mientras tantoSigan felices

Sigan felices


 

Esta lúgubre manía de vivir.

Alejandra Pizarnik.

 

De las 30.000 personas que mueren en Estados Unidos cada año a causa de las armas de fuego, 20.000 son suicidios. 8 de cada 10 suicidios se dan en hombres, y el número de muertos en España por suicidio supera desde 2007 el de accidentes de tráfico. En 2013, según el INE, 3.870 frente a 1.807. Ese mismo año la principal causa de muerte de varones de entre 29 y 40 años en el mundo fue el suicidio. Descubro estos datos mientras leo El oficio de vivir, donde Cesare Pavese escribía: “nunca podré hacerlo, es más difícil que un asesinato”. Y me acuerdo de aquello que escribió Albert Camus de que el único asunto filosófico serio es el suicidio.

 

A los 61 años Hemingway se despertó una mañana antes de tiempo, agarró su escopeta, pestañeó dos veces y se quitó de en medio. Tiempo después, el periodista Hunter S. Thompson no vio más remedio que hacer lo mismo. Paul Celan se suicidó, también Malcolm Lowry, Virginia Woolf, Ned Vizzini, Séneca, los hermanos de Séneca, claro, lo mismo Sylvia Plath, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik… entre otros. A esta última el escritor argentino Julio Cortázar le escribía meses antes de que se matase:

 

Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra. Escríbeme, coño, y perdona el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.

 

El escritor inglés Martin Amis cuenta en sus memorias, Experiencia, que durante años se le pasó por la cabeza la idea del suicidio, de suicidarse, y solo una vez que nacieron sus hijos se le borró esta inquietud para siempre. Planteaba el autor de El libro de Rachel lo fatídico de que consista en un acto impulsivo. Cuantas veces, si aquel instante, en el que todo se arroja de forma voluntaria hacia el vacío, en el que todo se hunde de forma improbable hasta el asfixio, se hubiera pospuesto unos minutos, unos segundos siquiera, el autor del crimen hubiese dejado quizás de querer de forma irremediable torcer su destino. El ejemplo más claro, todas aquellas personas que se han recuperado de un intento de suicidio.

 

Durante mucho tiempo se consideró una liberación. Y pese a su literatura no queda en algo así romanticismo. No atiende a libertad, ni a asunto filosófico, sino a una patología psicológica, a desesperación, a un dolor indescifrable en el pecho. Sí hay, entre las letras, sin embargo, muchos casos de incógnitas, de anhelos, que quedaron para siempre (aquel acto impulsivo) por escrito.

 

El río Tama es el más importante de todos los que cruzan Tokio, y de este, a modo de afluentes, salen serpenteantes numerosos canales. En 1948 Osamu Dazai era ya un novelista en lo más alto, su éxito en Japón no había hecho más que crecer desde que terminara la IIª Guerra Mundial. Tenía 39 años cuando decidió matarse. Dejando atrás esposa y cuatro hijos, con una cuerda roja se ató junto a su amante y unidos se arrojaron a uno de aquellos canales hundiéndose poco a poco, como el protagonista del cuento de Beckett cuando se aleja de la orilla con la barca y quita los tapones para dejarse cubrir por el agua. Había avisado:

 

“En último análisis mi suicidio debe ser visto como una muerte natural. Un hombre no se mata exclusivamente por sus ideas”.

 

21 años antes otro escritor japonés, Ryūnosuke Akutagawa, se largaba de la vida dando un portazo, ingiriendo veronal, un potente sedante, sin titubeos. Mientras surtía efecto, maldecía entre sus últimas palabras la desgracia de su desasosiego. Lejos del de Pessoa, que por las calles de Lisboa caminaba acompañado de un desasosiego melancólico, el del japonés se había convertido en uno mucho más siniestro. “No querrá alguien apretarme el cuello, calladamente, mientras yo duermo”, sugería años antes. Como a Pavese, se le antojaba complicado darse muerte. También le ocurría esto a Raymond Chandler, quien, a diferencia de los otros dos que al final lo consiguieron, quedó para siempre como uno de los más grandes escritores de novela negra, como un suicida frustrado.

 

El bon vivant americano Harry Crosby, poeta, también editor y cofundador del Black Sun Press, donde publicaría los primeros textos de escritores por entonces desconocidos como Hemingway, Ezra Pound y James Joyce, dejó una tarde de invierno de 1929 a la alta sociedad de Boston estremeciéndose en sus butacas. A los 31 años pactó su propio asesinato con su amada. Pese a las dudas, finalmente se declaró como un suicidio acordado. Ella había muerto dos horas antes que él; los dos tenían un agujero de bala a la altura de la oreja cuando los encontraron.

 

El autor del poemario El puente, Hart Crane, saltó de un barco a los 32 años en pleno Golfo de México. Estaba borracho. Al no haber nota de suicidio se barajó la posibilidad de un accidente, la cual descartaron los testigos al declarar que momentos antes de saltar y perderse en el mar, había gritado varias veces corriendo a trompicones por cubierta: “¡Adiós a todos!”. Desapareció en las profundidades del agua salada como desaparecen los cuerpos que nunca encontraron.

 

El propio Camus había dicho que morir en un accidente de tráfico era toda una idiotez y murió en un accidente de tráfico. Se planteó, claro, si habría muerto o se habría matado. Lo mismo que el poeta brasileño Paulo Leminski, quien entre sus versos dejó escrito: morir de vez en cuando es la única cosa que me calma. En una de sus biografías dice que murió de cirrosis, en otra que se mató de cirrosis.

 

El poeta futurista ruso Maiakovski se suicidó de un disparo al corazón a los 36 años. La actriz Vera Polonskaia, la que fue su amante, contaba en una carta cómo el 14 de abril de 1930 el poeta se había quitado la vida después de tener con ella una fuerte discusión. La actriz explicaba que tras una discusión de esas de lanzarse los muebles a la cabeza ella decidió marcharse del piso en el que vivían, cuando, saliendo ya por la puerta, escuchó con el pecho encogido un sonido que adivinó en seguida. Sin perder un segundo se dio la vuelta y corrió hacia el dormitorio, donde el poeta yacía tirado todavía envuelto por el humo del disparo.

 

Dos días antes de morir, el poeta había dejado escrita esta carta, sus últimos versos, su nota de suicidio:

 

«A todos»

 

De mi muerte, no se culpe a nadie, y por favor, sin comentarios.

Al difunto le molestaban enormemente.

Mamá, hermanas, camaradas, perdonadme, -no es un método-

(no se lo aconsejo a nadie), pero no tengo otra salida.

Lila, ámame.

Camarada Gobierno: mi familia se compone de Lila Brick, mamá,

mis hermanas y Verónica Vitóldovna PolónskaiaÂ.

Si les haces la vida soportable, gracias.

Envíen los versos sin terminar a los Brick. Ellos sabrán descifrarlos.

Como se dice,

el «incidente» ha terminado,

«la barca del amor,

se estrelló contra la vida cotidiana»:

Estoy a mano con la vida,

y es inútil recordar,

dolores,

desgracias,

y ofensas recíprocas.

Sigan felices.

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