Último día en la oficina

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Doce de la noche. Oficina desierta. Miraba la pantalla del ordenador, pero no veía nada. Le habían dado cuatro horas para que metiera quince años de vida profesional en un pendrive. Estaba ciega porque las lágrimas le velaban los ojos y porque ella, en realidad, no estaba allí, sino perdida en mitad de un torbellino, intentando mantenerse a flote sin salvavidas. Malos tiempos, duros tiempos incluso para alguien que casi siempre era la alegría personificada. Se sentía confusa y sola, terriblemente sola. Cerró los ojos y dos ríos se abrieron camino por sus pálidas mejillas. De repente, escuchó un sonido a su espalda. ¿Era la sirena de un barco que venía en su auxilio? Miró hacia atrás y me vio. Parpadeó y volvió al mundo real (¿o acaso el mundo real era el de su naufragio interior y no el mundo físico, el que podía oír, oler y tocar, el teatro donde cada día representaba su papel?). “Despierta, Andrea”, pareció decirse a sí misma.

 

«Hola», balbuceó. «Hola», contesté. «¿Cómo lo llevas?».

 

Nuevas lágrimas acudieron a sus ojos e inundaron sus mejillas. No pude resistirme y acudí a bebérmelas, y los besos me supieron dulces y salados al mismo tiempo. No estaba seguro de cuál iba a ser su reacción, pero estaba dispuesto a jugármela. Parecía dispuesta como una leona en celo en mitad de la sabana. Estuve unos minutos besándola y acariciándola tiernamente, de pie, con la señora de la limpieza unos metros más allá, pasando la mopa, con los cascos de la radio puestos y lanzándonos miradas furtivas. Me la pelaba.

 

La cogí de la mano y la llevé al despacho del jefe que unas horas antes le había dado la puntilla. A estas horas estaría en algún puticlub de lujo de la ciudad, hablando con la lengua de canto de tanto beber y gastando parte de los bonus obtenidos por la cacería de compañeros. La obligué delicadamente a que se sentara encima de la mesa y seguí comiéndole la boca y pasándole los dedos por el pelo con mucha suavidad. Pero la ternura dio paso a la lujuria, porque estábamos en el despacho del hijoputa y el morbo se desbocaba sin remedio. Le quité la camisa y el sujetador con mi habitual pericia. Sus pezones estaban duros y rojos cuando los saboreé. Enseguida bajé a su volcán. Le subí la falda, le bajé las braguitas y le apliqué la lengua para apagar el incendio, pero no hice sino alimentarlo. Cuando estaba a punto de correrse, me empujó hacia la silla, se arrodilló, se metió mi polla enhiesta y turgente en la boca y empezó a hacerme una mamada a buen ritmo y con la justa presión. En el mismo escenario de tantos crímenes, hay que joderse. Me incorporé y le di la vuelta. Se apoyó en la mesa, arqueó la espalda y puso el culo en pompa. Entonces la penetré por detrás, suavemente el primer minuto, con embestidas salvajes después, cogiendo las nalgas al principio, los pechos más tarde, aplicándole un mete-saca mete-saca frenético, y los gritos que arrastró el orgasmo compartido retumbaron en la oficina, y quedaron grabados para siempre en las paredes de aquel despacho, y pocos años después, cuando los directivos consiguieron arruinar la empresa y se instaló allí una megastore regentada por chinos, los empleados, en la hora de las brujas, empezaron a escuchar unos gemidos fantasmagóricos…

 

Cómo me hubiera gustado… pero fui un cobarde. El ERE se llevó a veinte compañeros. Incluida Andrea, a la que nunca poseí, a la que nunca llamé, a la que nunca más vi. A cambio, chupé algunas pollas y sobreviví.