
Me había prometido que yo no escribiría sobre estos temas. Que si aun sueño conmigo a los pies del cadalso de Luis XVI con los colmillos afilados mientras él grita eso de “¡que mi sangre no recaiga jamás sobre Francia!” no puedo andar metiéndome ahora en estos charcos de palacios. Que los reyes los tengo superados, por conciencia, a pesar de lo que diga nuestra santísima Constitución. Pero no puedo dejar de morderme las uñas mientras veo a ese señor de pueblo balear, con su abrigo negro y bufanda azul, con su cuerpo de peonza, convertido en el Quevedo del siglo XXI. Diego Torres, que fue mentor, socio y amigo de Urdangarin, según cuentan, no hace coplillas satíricas, ni anda contando alejandrinos con los dedos ni escondiendo versos entre las servilletas de la corte. Él ni siquiera apunta contra un Conde Duque, sino a la cabeza de un rey. Y por e-mail, que es como hoy se hace todo. Y porque no existía aun el whatsapp, cuando presuntamente cometió sus presuntas fechorías, que si no ahora estaríamos leyendo los mensajes de Iñaki enviados con el iPhone.
Ni me importa ni me entretengo en saber qué hicieron los dos con su instituto o qué no hicieron. Ni de dónde sacaron los doblones ni dónde los escondieron. Prefiero quedarme con la fotografía. Porque es la que me demuestra que no son tan malos, sino muy españoles. Ellos llegaron con sus powerpoint y se los vendieron como recetas secreta a los de siempre, a los que compraban todo a manos llenas. A Camps, tan bien vestido con sus trajes del alma. A la fallera mayor santa Rita, Rita, Rita. Y a don Jaume I de Palma, que figura en todas las causas abiertas en Baleares y a quien, desde luego, no se le puede negar capacidad de trabajo y dedicación.
Leo por encima que hay e-mails circulando en los que dicen que el Rey sabía todo. Para eso es rey, pienso yo. Pero debo ser de las pocas a las que no le sorprende esto. Que la infanta también, que para eso era esposa fiel. Pero tampoco me sorprende. Apenas he seguido este caso. Pero si algo he visto es que los dos socios con cada contrato que firmaron en su día hicieron una rueda de prensa para presentarlo públicamente. Esconderse, al menos, no se escondieron.
Pero si me gusta todo esto, que me alargo, me pierdo y no encuentro el camino de vuelta, es porque me demuestra una vez más, como decía, cómo somos. El rey sabía lo que hacía el yerno, por supuesto. La pasta que estaba ganando. Que se había montado un colmadito muy rentable en poco tiempo y que por eso estaba tan contento cada vez que iba por Zarzuela. Lo que no sabía es que, como todo en este país, el chiringuito era una chapuza. Que los contratos habían sido amañados. Que los precios habían sido inflados. Que el dinero desapareció. Y que de todo guardaba Hacienda informes que un juez podría reclamar. Por eso están enfadados el rey y el príncipe, supongo. Porque les estalló la chapuza en casa. Porque si algo se enseña en palacio es que para ser rey de los españoles uno debe parecer el español más español, pero nunca serlo.