
En 1977, veinticinco años antes de que se apresurase demasiado por salir del armario, mi admirado David Carradine rodaba con Ingmar Bergman The serpent’s egg. Durante el rodaje, según el guión, el director decidió que había que sacrificar un caballo. Pero Carradine se oponía. “Hermanito”, le respondió entonces el director sueco, “yo soy una puta vieja. He disparado ya a dos caballos, quemado a otro y estrangulado a un perro”. Por supuesto, mató al caballo. Pero nadie se lo comió.
A estas alturas no me pongo fina a la mesa ni en las bodas. Me comí hace años en Pekín una insípida sopa con carne de perro hervida, porque dicen los chinos que según el feng shui así es como se come el perro. No me dejaron ver la cocina. Pagué y me fui. He tenido cenas mejores, pero también peores. Pero, ¿caballo? Yo soy una rara, lo reconozco. Cuando mis amigas hablaban de cine y soñaban con hombres como Richard Gere y sus limusinas grises e historias de amor que parecen el Telva porque siempre acaban ante al altar, con mujeres deseosas de tener hijos y hombres dispuestos a pagar impuestos, a mí se me iba la cabeza al lejano oeste. A mi adorado Gary Cooper, con su traje en blanco y negro diciéndole a Grace Kelly que se marche del pueblo, que el final feliz en el que triunfa el amor tendrá que esperar porque él es el sheriff Will Kane y los malos llegan en el tren del mediodía.
Soy de las que creen que los caballos solo muerden el polvo cuando agonizan en el camino y caen contigo a cuestas. O cuando se rompen una pata bajando un despeñadero y entonces hay que sacar el revólver y ayudarlos a cruzar al otro lado de la luz. Pero nunca en un matadero de cerdos. Un caballo es otra cosa. Como los canarios de las minas que morían avisando los escapes de gas. Si regresa tu caballo a casa sin ti a bordo tu mujer sabrá que debe enviar a un grupo de hombres a buscarte, que estás malherido en algún punto del camino entre tu hogar y el infierno. Lo aprendí viendo cientos de westerns, de los buenos y de los malos. Con indios y sin indios. Con todos esos actores que me emocionaron más que las meg ryan en época de menstruación o las putas que quieren ser princesas.
Por eso ahora cuando veo que nos han dado caballo por vaca pego un respingo. Corro a mirar mi despensa, a leer las etiquetas, que jamás miré, porque si no se leen los prospectos de los medicamentos ni los libros de instrucciones de los electrodomésticos para qué carajo andar leyendo los botes de albóndigas. Busco eso que dicen de la trazabilidad, inquieta y asustada por encontrar la palabra caballo entre los edulcorantes y los colorantes. Y aunque no me llevo sorpresas de mal gusto, me invade el desasosiego de saber que el problema no es que lo pusiera, sino que no lo hiciera. Que alguien, de algún sitio remoto donde jamás han visto una película del Oeste, imagino, se ha dedicado a meter en la trituradora caballos en vez de vacas. Hasta en Suecia, hasta en ese laberinto destrozafamilias que es el Ikea. No aprendieron allí de Bergman. Que aunque uno mate al caballo no se lo come.
Y me preocupa, sobre todo, pensar en los espíritus de mis queridos vaqueros. Porque sé, porque los siento, que a veces me acompañan. Que son ellos los que me avisan cuándo debo vigilar mis espalda y cuándo es momento de retirarse porque puede haber alguien más rápida que yo en el pueblo. Sé que lo están pasando mal. Que se miran en el salón entre tragos negando con la cabeza sin poder entender todavía por qué nos estamos comiendo los caballos en lugar de cabalgar con ellos hacia el horizonte. Ayer el sheriff Kane se acercó a mí mientras dormía. “Quien peor lo lleva, Jasmín -me susurró al oído-, es el bueno de John Wayne. Se dedica a beber solo sentado a una mesa en una esquina en penumbra. Entre lo de Brokeback Mountain y ahora esto, creo que le hemos perdido para siempre”.