Hoy hace un año que pasé una noche de horror, en la que apenas pude pegar ojo, en una cama que se devino activo lecho de Procusto que estiraba y encogía mis miedos. Y fue durante las vacaciones, allá en las montañas que rodean Trento, amables alturas trufadas de huertas y riachuelos que a nadie deben asustar, y que de hecho me parecían, incluso contempladas tras el cristal de la ventana de la noche, sombras que me protegían.
Que me protegían de la maldad humana.
La culpa de todo la tuvo la prosaica idea de ver una película después de cenar. Se trataba de El estrangulador de Rillington Place (1971), una de las muchas (pero no de las más conocidas) que dirigió el versátil Richard Fleisher, de siempre santo de mi devoción.
El guion está basado en hechos reales. O sea, que la historia pasó más o menos como en la película. Pero si no lo estuviera (basada en hechos reales), la película me hubiera producido el mismo horror, porque entre todos (director, guionista, actores -¡y qué actores!) hacen que rezume una verdad terrorífica: lo que se cuenta en El estrangulador de Rillington Place se basa en hechos humanos que han tenido que ocurrir, que ocurren y que ocurrirán, por mucho que nos horroricen.
Y la película es tan buena que casi mereció la pena la pesadilla.
«El horror, el horror…»