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Mientras tantoEn Barcelona, Pepe Carvalho decide en libertad

En Barcelona, Pepe Carvalho decide en libertad

 

Con la satisfacción no de haber cumplido su condena, sino de haber convencido durante la misma a los funcionarios de cocina de las insospechadas posibilidades que la combinación de los ingredientes habituales podía dar de sí en los fogones, y con la tranquilidad intelectual y de espíritu de no haber leído una sola línea de un solo periódico en el tiempo que estuvo entre rejas, Pepe Carvalho recibió el alta penal y se hizo a la calle con la imperativa prioridad de almorzar en algún restaurante de La Barceloneta y fumarse uno tras otro los cohibas que habitaban el bolsillo interior de su chaqueta sumergido en la bañera de su casa de Vallvidrera, a ser posible entre nubes de espuma que le evocaran las estelas de un velero que cruzara los Mares del Sur.

 

Con las piernas asombradas de poder recorrer tanto espacio en línea recta, Carvalho arribó a las Ramblas y se topó con el clamor de una muchedumbre que se dispersaba en todas direcciones al son más rítmico de lo que su naturaleza brutal pudiera sugerir de una carga de policías antidisturbios. Acostumbrado a la meditabunda tranquilidad del patio de la prisión, el detective experimentó un estupor que lo inmovilizó, y la vida en libertad le habría recibido a porrazos si una mano menuda no hubiera tirado de él y lo hubiera introducido en el fresco silencio de un portal.

 

Con la precisión, rapidez y claridad de quien sabe improvisar en la soledad de una oficinilla un sofrito y añadirle lo necesario para que se trasmute en un glorioso bacalá amb samfaina sin más recursos que una sartén y un pequeño fuego, Biscúter informó a Carvalho de los últimos acontecimientos políticos, le deslizó las llaves de su despacho de detective en el bolsillo y como una sombra desapareció entre los soportales del edificio.

 

No, no había sido abordado por un espectral recuerdo, pensó Carvalho haciéndose de nuevo a las calles y sintiendo la irrefutable concreción de las llaves en el puño y sí, sí estaba tomada su ciudad por un momento histórico que se concretaba en ruido, banderas, gritos, cargas policiales y descargas de adrenalina, con la omnipresente novedad, extraña para el detective, de un sinnúmero de cámaras de móvil que convertían a cualquier ciudadano en aspirante al Pulizter, como el joven que grababa el speech improvisado de un librero que echaba el cierre  de su negocio mientras proclamaba que otra vez Franco iba a por él.

 

Yendo a contracorriente, Carvalho enfiló las Ramblas y avanzó hacia el Puerto. El salino silencio del muelle le sentó bien a su mente y a sus zapatos. El sol comenzaba a caer y una brisa juguetona se enredaba en sus orejas. De pronto sintió una voz a su espalda que arrastraba las erres y que le pedía fuego para una pipa de marinero. Carvalho se giró y contempló la estampa de un capitán de cuento, barbudo y con gorra rematada en áncora. El detective no sólo le dio lumbre, sino también uno de los cohibas, que fumaron mientras conversaron, o viceversa, hasta que el sol hizo mutis en el horizonte.

 

Entonces se dieron la mano con el entusiasmo no de los que se despiden, sino de los que cierran un trato. Carvalho siguió al capitán hasta un barco unido a tierra por el breve cordón umbilical de una pasarela. Un instante de duda tuvo el detective, que se volvió para contemplar la belleza de perfil de Barcelona. Supo entonces Carvalho que, por primera vez en mucho tiempo, le iba a tocar decidir en libertad. No le fue fácil, pero, apremiado por la honda sirena del barco, que anunciaba su partida hacia Alejandría, Bangkok o cualquier otro destino improbable, tomó su decisión.

 

—Que os aproveche.

 

Musitó, aliviado de haberse decidido al fin por una fórmula que fundía en tres palabras el desabrido “que os den” con el lacónico y sentimental “adiós”.

 

Después, de un salto subió a bordo.  

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