
Leo a la carrera que hay periodistas que abandonan países de los que ya no tenían pasaporte. Y siento envidia si pienso en las fronteras que no crucé. Abandonar un país es abandonarlos todos. Y yo lo que siempre he querido realmente es poner tierra de por medio conmigo misma. Pero nunca me atreví. Envidio a quienes se atrevieron y lo hicieron y les salió bien. Como envidio también, a partes iguales, a quienes fracasaron y hoy pueblan las cunetas. Para mí no ha habido nunca ninguna diferencia. Pero me lamento, entre sollozos, los fines de semana, cuando abre la madrugada, porque fui una cobarde y, lo que es peor, siempre lo supe.
Sobre todo ahora, que todo se derrumba lentamente, parece, aunque todo se sostiene igual en las fotografías, creo que estoy perdiendo oportunidades a marchas forzadas. Como si pretendiese llevar agua en una bolsa de papel. Haciéndole además, yo misma, a conciencia, agujeros en el fondo. Y nunca se me dieron bien las metáforas. Si están las cosas putas, como me cuentan quienes se lamentan en público, que yo dejé de hacerlo, lo suyo sería ponerse en plan chulo, de proxeneta, digo, y subir las tarifas. Pero bajamos el hocico (me refiero a mí misma, pero me consuela el plural) y avanzamos a pequeños pasos sin movernos del sitio. Lo suyo es aprovechar todo para empezar de nuevo. Pagar en una esquina por un carné falso y un nombre nuevo, cada uno que elija el que quiera, desde Dolly Parton a Ortega y Gasset, y comenzar una nueva vida que sea por fin vida.
Pero yo aun conservo el pasaporte viejo, donde miro a la cámara con desconfianza pero con cierto brillo de ilusión porque durante unas horas cruzaré la frontera, donde al otro lado brilla el sol más alto y yo soy menos yo. Me cuentan, entre copas, que es como se cuentan las buenas historias, la vida de un fulano que era boxeador en los años sesenta, en blanco y negro. Un negro dócil que cuando noqueaba a sus rivales se acercaba a levantarles. Un negro al que los negros no querían, porque le veían casi blanco, y un negro al que los blancos tampoco querían porque lo veían muy negro. Se llamaba Floyd Patterson, me dicen, y fue un campeón porque no había otra que serlo y porque el tiempo que le tocó estaba también jodido. Le tumbaron diez mil veces. Caía como caen los austriacos desde la estratosfera, pero sin paracaídas. Y sabía que lo podrían haber tumbado otras diez mil. Pero cuando dejó de ponerse el calzón y los guantes, ya retirado, solía decir que si contaban las veces que había besado la lona que contasen también las que se había levantado. Patterson, el bueno de Patterson, huyó una vez de su país, con pasaporte y barba postiza. A mí no me hace falta. Rehuyo las calles con esquinas para que no me asalte un vendedor de identidades. Por eso me alegro, y envidio, desde el la envidia más insana y lastimera, a los que abandonan sus países porque han olvidado hablar su idioma.