No estoy tan mayor. Me miro al espejo por las mañanas y me lo repito. Como un mantra. A veces lo siento. Sé que no lo estoy, pero a veces me siento como un dinosaurio, como una vieja en un sex shop buscando un rallador de pan. Es sólo que hay cosas que me traen estos nuevos tiempos que no entiendo y no quiero entender.
Me acostumbré a unas reglas del juego. La noche empezaba después del día, había cotos de caza en los que sabía moverme, lanzar reclamos, afilar los cartuchos y las uñas, apuntar y disparar. Con más o menos suerte. Según la hora que fuese. Según los gintonics que llevase. Me dice una amiga: busca primero al que te gusta; después lánzate a por el primero que pase. Sabio consejo. Así la soledad se convierte sólo en un recurso literario, en esa cosa etérea que los poetas se empeñan en reivindicar mientras sueñan con camas llenas. Funciona, sí. Pero mejor no pensarlo al día siguiente. Era un juego sencillo. Instintos primarios y poco más. Hormonas y glándulas juguetonas y lenguas inquietas y ganas de no seguir teniendo ganas de. Ahora cambia todo. Las nuevas tecnologías, dicen, pero en realidad es todo. Ya no fantasean las señoras con su repartidor rumano del butano porque Gas Natural las tiene entretenidas aprendiendo a rellenar facturas y contadores virtuales. Ya no se intercambian números de teléfonos, sino nombres de tuiters. A una ya no le preguntan si está soltera, sino si está en Facebook, que es una cosa que me pone muy nerviosa porque muchas mañanas, sin quererlo, me recuerda lo que no quiero recordar de la noche antes.
Tengo amigas tan enganchadas que escriben mensajes en Facebook para anunciar que han escrito mensajes en Facebook. Miedo me dan las cámaras digitales y los teléfonos móviles, que se convierten en guardianes de la decadencia y en baúles de los malos recuerdos. Cualquier madrugada, a las tantas, cuando ya andas echándote a perder un día más, algún gracioso llega y te retrata en pleno camino a la perdición para que alguien te diga al día siguiente: te he visto etiquetada en una foto. Y tú, rápidamente, lo primero que hacer es negarlo todo mientras buscas en la agenda el teléfono de tu abogado. Antes si no eran jugos y fluidos corporales no dejabas rastro. La vida era mucho más sencilla. La gente hablaba en los bares, entre copas, en charlas que podías repetir iguales a la semana siguiente porque ni te acordabas de lo que habías dicho. Ahora cualquier blog puñetero te recuerda lo que dijiste, porque siempre hay gente con buena memoria e hígados sanos que se convierten en taquígrafos de tu juicio final sin tú saberlo.
Cada vez que hablo (bebo) de más, me despierto con resaca en una sala de interrogatorios con mi conciencia iluminándome la cara con una lámpara de bombilla de alto consumo preguntándome: ¿Jasmín, qué dijiste, de qué te vas a arrepentir hoy? ¿Qué contaste? ¿Qué hiciste? Y de nada me sirve responder que no me acuerdo, que quiero volver a la celda de mi colchón a esperar mi citación ante el juez del Apocalipsis final, que me dejen dormir. Porque siempre, siempre, hay una amiga que te refresca las cenizas y siempre, siempre, recurre al adjetivo patético para hacer el sumario de los hechos. Ay, malditos nuevos tiempo. Y no estoy tan mayor, de verdad, es sólo que no me acostumbro a dejar huellas digitales en estos malditos ordenadores.
Me estoy pensando echarme a las calles con cámara oculta en el bolso de imitación y micrófono en el canalillo. Así sabré cómo fueron las cosas y podría saber si son cómo me las han contado. Cualquier cosa menos temblar pensando que en Facebook, aunque no quiera estar, estaré. Y que puede haber alguien recogiendo pruebas para presentar un día cargos contra mí. Sinceramente, prefería a los chavales que, hace unos años, cuando decían que iban a escribir en un muro se dedicaban a pintar siluetas fálicas en los escaparates.
Ahora debe una andar con pies de plomo. Y eso es complicado cuando a lo que aspiro siempre, como las bebidas energéticas, es a que cualquier estimulante me dé alas. Desde que existe Facebook, me siento como una mariposa clavada en un corcho. ¿Exagero? Tal vez. No sería la primera vez. Pero es que me he despertado sin saber lo que hice ayer y me da pánico encender el ordenador.