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Corregir en esta crisis los errores de gestión de las anteriores y del propio sistema


La pobreza en España es un mal persistente. En el último año que podríamos considerar como más próspero, 2007, 10,3 millones de personas estaban en riesgo de pobreza o exclusión social, es decir, el 23,3% de la población, según datos de Eurostat. La cifra marcó su nivel más alto en los 13,4 millones de personas o el 29,2% de la población en 2014. Y en el año 2018, último dato que proporciona Eurostat, aún más de doce millones de personas se encontraban en riesgo de pobreza, un 26,1% de la población.

La última crisis, la de 2008, que en Europa tuvo una segunda fase, en 2011 y 2012, a cuenta de la deuda pública, dio una vuelta de tuerca a la pobreza crónica que en el mejor de los casos sufren una de cada cuatro personas en nuestro país y que, cuando la situación económica empeora, llega a padecer hasta una de cada tres.

El quinquenio transcurrido desde el final de la crisis, desde que el PIB comenzó a crecer de manera sostenida, no ha devuelto los indicadores que miden las condiciones de vida a los niveles previos a la caída de Lehman Brothers, el hito fundacional de la Gran Recesión, y eso que ya eran bastante malos.

Además de estos fenómenos que muestran que la pobreza en España es siempre muy elevada, hasta en momentos de bonanza, y que la recuperación no ha devuelto a la sociedad a su punto de partida previa a la crisis anterior, también se ha observado en los últimos años un distanciamiento de los números de nuestro país respecto de los del conjunto de la zona euro y de la Unión Europea. Así, en el año 2007, la tasa media de pobreza en la UE (24,5%) era superior a la española (23,3%). Pero en el año 2018, las tornas se habían dado la vuelta y si en la Unión Europea la tasa de pobreza era del 21,6% en España se situaba más de cuatro puntos por encima (26,1%).

También se puede acudir a otros indicadores para saber cuál ha sido la evolución, no ya de la población en general, sino de colectivos concretos. El riesgo de pobreza o exclusión social afectaba en 2008 al 13,2% de los hogares formados por dos adultos; en 2018 había saltado hasta el 17,8%. En el caso de los hogares con muy baja intensidad en el empleo y con al menos un menor dependiente, en el mismo periodo, el riesgo de pobreza ha pasado del 54,1% hasta el 60,1%, cifra esta última que es quince puntos superior a la media de la Unión Europea. Por edades, el riesgo de pobreza ha pasado de afectar al 19,1% de la población de entre 18 y 24 años en 2008 a hacerlo a un 30% diez años más tarde; mientras que entre los de 25 y 54 años la incidencia de la pobreza ha saltado desde el 16,4% hasta el 21,7% en esos mismos diez años.

Este puñado de datos vienen a corroborar la sensación de que a la sociedad esta nueva y virulenta crisis le pilla muy debilitada y muy necesitada de recursos públicos que amortigüen no sólo el golpe que está ocasionando la pandemia y el confinamiento, sino las heridas previas que son fruto de una errónea gestión de la crisis anterior. No se puede tropezar dos veces en la misma piedra porque la factura social puede continuar elevándose sin remedio.

Menos inversión social y más desigualdad

España tiene ahora más la necesidad que la oportunidad de resolver otro gap con Europa. Porque también existe una gran diferencia entre la inversión en protección social que se realiza en nuestro país y la que se hace en el conjunto de la Unión Europea. Si España destinaba en 2017, último año del que se dispone de datos, a este fin una cantidad equivalente al 23,4% del PIB, de media en la UE la cifra era casi cinco puntos superior (28,2%) y algo más elevada en la zona euro (28,9%). En términos per cápita, si en España se invertían en 2017 5.439,72 euros en protección social, de media, en la UE, se alcanzaban los 7.675 euros.

Todos estos indicadores se traducen también en un incremento de la desigualdad, que tampoco en España ha vuelto a niveles previos a la anterior crisis económica. Si en el año 2007 el 20% de la población más rica obtenía ingresos equivalentes a 5,48 veces los que registraba el 20% más pobre, en 2018 el multiplicador era de 6,03 veces (aunque llegó a ser de casi siete veces en 2014 y 2015).

La crisis provocada por el coronavirus cae como un virulento mazazo porque ha implicado un drástico -y necesario- parón simultáneo de la mayor parte de la actividad económica en todo el mundo. La intensidad del golpe se está sintiendo en forma de un fuerte crecimiento del desempleo -que fue histórico en el mes de marzo y se prevé que no amaine a corto plazo- y, de manera menos patente porque es más difícilmente capturable por las estadísticas, en la pérdida de ingresos por parte de personas que se encontraban ocupadas en la economía informal. También hay que tener en cuenta que la crisis llega en un momento en que muchas personas estaban al límite, por trabajar únicamente por horas, o a tiempo parcial, y con salarios muy bajos. Así, si en 2007, el 21,2% de los trabajadores en España estaba empleado a tiempo parcial, en 2018 la cifra había ascendido hasta el 37,3%.

Garantizar rentas

Dada la violencia de la crisis, la debilidad social de partida (mayor que la de 2007) y la escasez de recursos aplicados históricamente en España a paliar las situaciones de pobreza, ahora parece más necesario que nunca que se haga un esfuerzo en materia de gasto público para no sólo evitar un deterioro adicional de los indicadores sociales y de las condiciones de vida de las personas, sino también para enmendar los errores previos que explican que en este país siempre, independientemente de la coyuntura económica, los problemas para la mera supervivencia inciden con más fuerza que en otros del entorno europeo.

Las ayudas públicas, además de cumplir con su función de mejorar las condiciones de vida de los perdedores de hoy, de crisis anteriores y del propio sistema, actuarían como tímido acicate para la seguramente lenta recuperación económica cuando llegue el desconfinamiento y se pueda retomar la actividad con mayor o menor normalidad. Si sostener la liquidez de las empresas es imprescindible para su supervivencia y ésta, para que pueda ser posible la recuperación de la economía, la garantía de rentas para las personas es necesaria y de justicia para una vida digna y, también, para asegurar unos mínimos de consumo que mantengan la máquina económica funcionando.

Quizás, a favor de que termine satisfaciéndose esa necesidad, juegue, no ya la sensibilidad del nuevo Gobierno -que muestra ciertas divisiones en cuanto a prioridades- sino también que, a diferencia de lo que ocurría en los primeros momentos de la crisis anterior, la inquietud sobre las consecuencias sociales parece estar siendo más temprana a nivel global.

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