
Me cuesta escribirlo, porque ni yo misma me lo llego a creer. Pero lleva una semana dándome vueltas en la cabeza Iñaki Urdangarin. Sí, sí, el de las noticias. Y no, no es que a mi me preocupe demasiado el si robó, si no robó, si lo hizo así o asá, si lo engañaron, si se dejó engañar o si lo están persiguiendo para colgarlo de un árbol en el desierto mientras el sheriff mira para otro lado en el bar. Que yo suficiente tengo con lo mío. Y que sé que no soy quién para hablar de ciertas cosas: prueben a ponerme una bolsa de monedas de oro de un barco hundido a bombazos hace dos siglos y verán cómo no las llevo a ningún museo para que nadie más vaya a verlas.
Tenía a Urdangarin, pobrecito, tan alto, tan fuerte, tan rubio, tan como era él, que ya no lo es, revoloteándome los pensamientos por esa caminata de 50 metros que tuvo que darse desde su cochecito azul hasta el juzgado. ¿Correr o no correr? Esa es la cuestión. Y, lo más difícil, ¿a partir de qué velocidad de zancada se considera carrera, cuándo paso ligero y cuándo paseo? Sé que velocidad de paseo es la que llevas cuando te acabas de echar novio. Cuando sales a la calle sonriente sin estar colocada y jugueteas a entrelazar tus dedos entre los suyos. Cuando te importa lo mismo llegar que no llegar, porque ni sabes dónde vas. Son esos días en los que se te nota en la cara que eres boba. Pero, afortunadamente, por desgracia, pasan pronto. Paso ligero, entiendo, es cuando más que la persona que llevas al lado te importa llegar, porque crees, o sabes, quizá, que esperas encontrar mejores recompensas que la compañía en el lugar donde vas.
Y no hablo de los locales de intercambios de parejas, donde una vez me llevó un amigo, por curiosidad, me dijo, por-ver-cómo-son-estas-cosas-desde-dentro-y-qué-tipo-de-gente-acude, y cuando llegamos a la puerta la recepcionista salió a darle un abrazo y dos besos, llamándole por su nombre y diciéndole que hacía mucho tiempo que no le veía y que se le echaba de menos por el garito. El paso ligero dura casi toda la relación. Salvo que seas masoquista. Porque cuando empiezas a correr con tu pareja al lado lo único que puedes estar buscando es dejarla atrás, para siempre, perdida en un semáforo traicionero de la calle Goya. Las piernas son los órganos más listos del cuerpo. Mucho más que la cabeza y que el corazón, que piensan a trompicones. Por eso corren. Lo malo, claro, es si tu pareja también corre.
Entonces vuelves a casa de nuevo con él y al día siguiente te toca vuelta a empezar. Así lo hacemos, claro, diréis, las que no nos atrevemos a dar la cara y decir simplemente: mira, chato, hasta aquí hemos llegado, que ya no te aguanto. Pero eso está claro. Por eso dicen que correr es de cobardes. El caso es saber cuándo ha empezado una correr. Cuando tus piernas se han percatado que ya no soportas al hombre que te acompaña en el colchón. ¿A partir de qué tipo de zancada se considera carrera y debo mandar a este tipo al carajo? Por eso me revolotea Iñaki en la cabeza. Le veo bajar la calle y me fijo en sus pies. Mido sus pasos. Intento saber si él está a punto de echarse a correr o somos mi cabeza, mi corazón y yo, que por fin nos hemos dado que esta vez tampoco hemos encontrado al hombre adecuado.