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Mientras tantoCrónica personal del Gran Confinamiento

Crónica personal del Gran Confinamiento


Dejo estas líneas aquí para no olvidar lo que han sido las últimas semanas. Aunque sólo por extrema necesidad vuelvo a leer lo que escribo una vez que ha sido publicado. Porque me da vergüenza. Y porque siempre veo algo que podría haber hecho mejor. Por confesar esto, una vez, hace muchos años, un jefe me dijo que quizás no servía para esto del periodismo. Él estaba guardando en su archivo su página diaria o semanal del periódico. Y yo le comenté que nunca lo haría porque (además de que mi madre hacía ese trabajo por mí porque hubo un tiempo en que sí guardaba los periódicos enteros en los que escribía) no quería volver a ver la pieza que había publicado. Antes de cerrar un texto le doy mil vueltas. Retraso y entorpezco cierres. Pero, al día siguiente, no quiero ni verlo. Ahora que lo pienso, quizás ese jefe mío me dijo que no valía para el oficio porque no apreciaba lo bastante ver mi nombre y lo que había escrito en letras de molde -creo que esto es muy antiguo, ya no se hace así, es todo informático-. Pero me parece que no es eso: confieso que la vanidad sí que la tengo. Mi fallo es otro. Es inseguridad. Y, bueno, éste sí es un mal defecto para alguien que se dedica al periodismo.

Todo esto viene porque, aunque dejo esta entrada en el blog para conservar un pequeño recuerdo, seguramente no volveré a ella nunca. Pero quizás lo que busco es una pequeña terapia. Ordenar ideas en esta época en la que parece que se ha parado el tiempo pero en la que, a la vez, a todos nos embarga una vorágine de sentimientos. Me he sentido en algún momento casi en estado de shock. Y triste. Y muy confundida. O confusa. No sé si son términos sinónimos o si hay algún matiz que los hace diferentes.

Cuando todo esto comenzó, cuando parecía que sólo China se iba a ver afectada, la preocupación en mi caso era sólo económica. Un shock de oferta, falta de suministros, ligero parón de la actividad. No hay muchas herramientas económicas para hacerle frente, pero es manejable. Después recapacitamos: sí, es un shock de oferta, pero si hay suspensión de fábricas, habrá destrucción de empleo y el shock de oferta se verá acompañado de un shock de demanda. Obsesionadita viví durante varias semanas con los tipos de interés de los bonos, que comenzaban a avisar de algo muy serio, de una crisis económica muy importante.

Aún estábamos en febrero. Entre principios y mediados.

La pandemia saltó de China a Europa. Primero mostró toda su fuerza en Italia. Después saltó a España. El 8 de marzo, sábado, fui a la manifestación sin ningún miedo. Hubo menos gente que en los dos años anteriores. «Por el coronavirus», me decían mis amigas. Y yo lo achaqué más a que el movimiento feminista quizás había perdido algo de fuerza.

Una semana después de la manifestación, justo el domingo siguiente, al volver del trabajo a casa, porque me tocó trabajar el fin de semana de la declaración del estado de alarma -fue el sábado por la noche-, sufrí el primer impacto psicológico fuerte de la pandemia: un coche de la policía me paró para preguntarme de dónde venía y adónde iba. Una vez en casa, por la ventana, vi cómo ese mismo coche de policía estaba haciendo una ronda continua por el barrio. Diréis que menuda tontería, que la policía estaba haciendo su trabajo y velando por la seguridad de todos. Y no diré que no. Pero tengo un corazoncito más ácrata de lo que quiero reconocer y por eso no me gustó nada ver esa noche y las siguientes a la policía vigilando el barrio. Ningún día más me ha parado, y eso que he estado yendo a trabajar a la redacción.

Digo que el primer impacto fue el de la policía. Pero, en realidad, en la noche anterior volviendo a casa ya había sufrido el primer momento de intensa tristeza. Vivo en un barrio muy bullicioso, especialmente los fines de semana, y verlo muerto un sábado noche, sin ni un alma, con los bares cerrados, en silencio, con el sonido sólo de algún ladrido de algún perro, fue demoledor.

Vaya tontería, ¿no? Vaya floja, ¿verdad? Qué infantil, ¿a que sí? Bueno, pues sí, durante los primeros días del estado de alarma estuve muy triste. Y muy impactada. Y eso que los días previos, en la semana que transcurrió del 9 al 13 de marzo, se anticipaba lo que iba a ocurrir: me tocó hacer un par de reportajes sobre la paralización de los vuelos en Barajas y sobre el parón de la actividad en Atocha, que era casi total. Pero eso no impidió que estuviera al borde de las lágrimas cuando Pedro Sánchez, en la noche del 14 al 15 de marzo, declarara el estado de alarma. Y que si no lloré fue porque estaba en la redacción con mis compañeros. Porque en otras alocuciones del presidente, estando sola en casa, sobre todo en la del primer sábado, con Sánchez tan cariacontecido, con su aviso de que lo peor estaba por llegar, que iba a ser muy duro… entonces sí lloré. Tanto, que llegué a verle a él también llorando o a punto de hacerlo.

Si tantos uniformes por las calles me han dado miedo -por lo que a mí, subjetivamente, me sugieren- también me ha resultado chocante -no es ésa exactamente la palabra, debería ser algo más gruesa, pero voy a dejar ésa- ver uniformes también en las ruedas de prensa. Y el empleo de lenguaje bélico. Y ese personalizar al virus como si fuera un enemigo extranjero frente al que nos tenemos que unir como pueblo, como compatriotas. Por eso, si bien he agradecido mucho las comparecencias de Sánchez -es necesario que un presidente salga, explique (a veces en demasía)- también ha habido cosas que me han chirriado mucho de sus palabras. La personalización del virus ha sido una. La otra ha sido su insistencia en la palabra «reconstrucción», bajo la que subyace una previa «destrucción».

Y precisamente a eso nos enfrentamos ahora. Si algo no ha hecho el Gobierno ha sido engañarnos. Nos enfrentamos a una verdadera hecatombe económica. Las cifras son históricamente malas todos los días y en todo el mundo. Hundimientos del PIB que no se habían visto jamás. Crecimientos del número de parados inéditos en la historia. Previsiones que quitan la respiración. Y, más allá de los grandes números, los pequeños, de los que hablan los comedores sociales y los que atienden a los más vulnerables, que cada vez van siendo más. Y que continuarán creciendo. Porque a economías y sociedades como a la española este embate las pilla más débiles.

Sí he podido salir estos días. No he estado confinada. Creo que no hubiera soportado estar más de mes y medio sola en casa sin salir más que al supermercado, que está a una distancia de diez metros de mi portal. Pero los fines de semanas y los días de libranza apenas he podido leer, ni escribir, ni nada, salvo muy al final. Y, aunque me ha aliviado esto último, porque tenía que ponerme al día con cosas ajenas al trabajo, también me ha dado muchísima rabia ese volver a la normalidad de mis quehaceres. Porque me prometí a mí misma que no me iba a permitir acostumbrarme a esto: a las calles vacías y silenciosas, a la policía dando vueltas por el barrio, a los autobuses vacíos, a la gente por la calle con mascarilla, a no abrazar ni besar a nadie, a no poder quedar en un bar, a que nadie pueda venir a casa, a no poder irme a andar las calles, que es lo que a mí más me gusta en el mundo.

He salido a trabajar, pero no he sentido el control social o a los policías de balcón de los que ha hablado tanta gente, y que es otra cuestión que me ha preocupado también estos días: que nos volvamos una sociedad más vigilante en el peor de los sentidos y más vigilada.

Ahora también me he prometido no acostumbrarme a eso que llaman «nueva normalidad», porque lo que me sugiere es una sociedad miedosa, desconfiada y controlada.

No quiero poner en duda las medidas que se han adoptado para controlar la pandemia. De hecho, quizás hubiera preferido un confinamiento más estricto. Además, otra de las cosas a la que no dejo de darle vueltas es que el coronavirus ha puesto de manifiesto la fragilidad de un sistema económico que no puede permitirse el lujo de parar dos meses sin colapsar -el colapso se ha evitado con billones de dólares, euros, yenes, yuanes, libras esterlinas… creados de la nada e inyectados en vena-. El capitalismo no puede descansar ni siquiera cuando peligra la vida humana. La civilización es tan débil que sucumbe con un minúsculo virus.

El capitalismo también se ha mostrado ineficaz porque no ha sido capaz de proveer materiales suficientes. El mercado no ha funcionado. Cuando se le ha necesitado no ha estado. Estaba falto de medios. Pero también el sector público. Estaba preparado para lo común, pero casi colapsa ante lo imprevisto. Y no ha ocurrido en países remotos en los que asumimos que es normal que no haya de nada o que haya poco de todo. Ha pasado en los países supuestamente más avanzados del mundo.

Ésta ha sido una sacudida por todos los frentes.

Porque también ha venido acompañada de una gran agitación política, que no sé si es buena o es mala, porque no logro valorar hasta qué punto hay que remar todos a una con el Gobierno, hasta qué punto hay que vigilarlo, cuestionarlo, y exigirle, o cómo pueden compaginarse las dos cosas.Porque yo misma tampoco sé qué actitud he de tomar. Por un lado, hay dejes que me preocupan (aspectos ligados al control social y a la coerción de las libertades), pero, por otro lado, considero que lo que se hace es lo que hay que hacer, o, al menos, lo que buenamente se puede. Y, también, si bien éste es un evento inesperado e inédito, lo que disculpa ciertos errores o cierta improvisación, al mismo tiempo pienso que quizás se pecó de optimistas al principio (¿pero quién no lo hizo?). Ante estas dudas, admito que no sé qué pensar, no lo tengo nada claro.

Lo que sí sé es lo que más me preocupa: las consecuencias económicas, cómo se gestionen, cómo se palíen los males sociales asociados a la pandemia. Y me da la impresión de que se está pecando de optimismo cuando se hacen las previsiones. Aquí lo dejo por hoy, a pocas horas de que la primera fase del Gran Confinamiento se termine. Algunos habréis dejado la ropa de deporte y las zapatillas preparados para salir a correr mañana en cuanto se haya abierto la veda. Veis. Hasta estas cosas me transmiten un mal rollo que para qué. Toques de queda. Uf. Perdonad mi alma ácrata. Al final, soy muy disciplinada. Muy racional. Y le tengo mucho respeto a la ciencia.

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