Cuestión de fe

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Apenas 30 años y tiene cara de viajero frecuente: revistas, dominio del cinturón del avión, ventanilla, posición para dormir. Despacha el tiempo de espera con habilidad y paciencia. Mientras el avión se mueve lentamente por el asfalto ojea el periódico. Ya ni mira alrededor. El piloto anuncia que entramos en pista para despegar y entonces se santigua tres veces, a conciencia. Cuando aterrizamos, una vez que hemos tocado tierra y el avión vuelve a deambular, a cámara lenta, torpemente ya en el suelo, vuelve a santiguarse, otras tres veces. Dios le protege allá arriba. Abajo es cosa de él. Debe de ser una cuestión de cercanía. O de competencias asignadas. Los caminos de la fe son inescrutables. Si me sorprenden los fanáticos lejanos que trae el televisor es porque pasamos por el mundo sin mirar. Vemos, sí, pero no comprendemos. Si no fuese porque en el avión no puedo hacer nada –hasta que despeguemos la azafata no me traerá un gintonic, ya me lo ha advertido dos veces- no le habría visto. Yo voy en pasillo. Viajo con equipaje de mano y sin fe que me guarde cuando despego. Lo hago tranquila. Sé que si caigo no sufriré. Es lo que tienen las alturas. La fe es una cuestión de distancias. Ahora estoy segura de ello. Los pasos cortos no necesitan empujones divinos. Para los largos pedimos ayuda. Aquello que no podemos -o queremos- controlar se lo dejamos a otros. Es cobardía, tal vez. O no querer asumir responsabilidades. O mejor cedérselas a otro. Que no nos culpen por nuestros errores. Lo veo todos los días. Quiero pasar por las semanas fijándome. Intento comprender. El mundo gira a base de culpas. Mientras no queramos comprender que es cosa nuestra, cualquier argumento nos servirá. Y no hablo de los fanáticos que nos asustan por la tele. Esos son sólo los que al final miramos porque no lo hacemos con los que están cerca. Me he santiguado tres veces –desde el colegio no lo hacía- antes de empezar a escribir. Si hoy me salido el día místico será porque en el fondo he salido a mi madre y yo también soy una santa. Me santiguo tres veces antes de poner punto y final. Ahora las reclamaciones ya no me llegarán a mí.