
Decía Oscar Wilde, que era un señor muy bueno diciendo cosas, y al que recurrimos cuando nos cansamos de citar a Groucho Marx o a Woody Allen, que después de una buena cena se puede perdonar a cualquiera, incluso a los parientes. No todos, eso sí, que el señor Wilde debía tener una familia pequeña y que vivía lejos. El perdón es ese sentimiento religioso que nos inculcaron en los colegios de curas y monjas y nos repitieron los domingos de misa, cuando íbamos, antes de descubrir el vermú y el pecado. Pero no solo a nosotros. También a nuestros políticos, que son nuestros porque no podemos regalarlos ni cambiar de pasaporte así como así. Ellos se aprendieron también el truco. Haz el mal y pide perdón. Después vuelve a hacer el mal.
No hay más que ver los periódicos. O los tuíteres. O coger los mensajes de las patas de los cuervos mensajeros que llegan del lado oscuro. No importa lo que se haga o haya hecho, que parece que si cuando estalla el escándalo uno pide perdón puede empezar de nuevo, conseguir una vida extra, seguir como si tal cosa.
Y aquí da igual si uno se ha pegado mariscadas con gintonics y señoritas a costa del erario del ayuntamiento o si se ha marchado otro a cazar elefantes al quinto pino acompañado de malas (que son siempre las mejores, claro) compañías. Tampoco importa si le han descubierto a Fulano metiendo la mano en la caja o si a Mengano le han fotografiado tomando el sol en el yate de un camello. Que pobre contrabandista, pienso yo, que no pensamos en sus sentimientos, que también los tiene, porque no están las cosas como para que le anden sacando a uno fotos con un político.
Me estoy acostumbrando, y me preocupa, a que pase lo que pase la reacción sea pedir perdón, inventar una excusa que no se sostiene pero que en algunos titulares parece cobrar sentido, y prometer que se rectificará y se pondrán, porque siempre es en futuro, medidas de control para que no vuelvan a suceder las mismas cosas. Y no me importa si hablamos de transparencias que se reclaman ahora después de cuarenta años de oscuridad premeditada y alevosa o de controles para controlar a los controladores, que manda narices.
Saldremos de estas crisis algún día, más pobres, más viejos y más desengañados, si es posible. Saldremos y volveremos al punto de partida y todo seguirá siendo lo mismo, menos nosotros. Y allí estarán nuestros reyes y nuestras reinas, nuestros líderes, nuestros pastores, matando ovejas de madrugada y culpando a lobos que no existen al amanecer. Y solo al que aun le asome la lana en el zurrón bajará la cabeza para la foto y pedirá perdón, postura ensayada ante el espejo, ejercicio barato de relaciones públicas, mientras afila bajo la mesa, donde no le graban las cámaras, el cuchillo para la madrugada. Y lo peor de todo es que saldrán ganando los curas. Porque triunfará el perdón de los domingos frente a la debilidad humana. Porque todo quedará en el pecado de un arrepentido y no en la estafa de un ladrón ni en el engaño de un impostor.