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Mientras tantoLa negra flor (del Romanticismo)

La negra flor (del Romanticismo)

 

Cuando al marginado poeta romántico, solitario profanador de tumbas, se le dio un revólver  y una licencia de detective privado, nació la novela negra; y además lo hizo en todo su esplendor estético y con toda su fuerza germinadora.

 

Es verdad que el tal poeta, que pasaba la tarde de los domingos no plácidamente (como usted o como yo), sino vagando entre ruinas góticas, tenía los dos pies bien arraigados en Europa; pero el genio de Poe (Edgar Alan) lo trasplantó con todo su goticismo a la costa este de los Estados Unidos (de América), y no sólo eso, sino que también le proporcionó una ocupación intelectual que saciara su sed de conocimiento y de justicia: la resolución del crimen.

 

Por eso la novela negra no es sino la negra (exuberante, carnívora y fragante) flor del romanticismo.

 

Se me reprochará tal vez que todo esto es obvio, pero entonces, ¡oh Iniciado o Iniciada en el crimen que estas líneas lees!, habría que buscar una explicación a por qué a nuestro género favorito se le quiere vincular, empecinadamente, con un realismo ceñudo, que más que nada lo afea. O con un psicologismo efectista, no menos pretencioso. O con una estética que le identifica con un estilo seco, pobre, escuálido, insulso. O, en fin, con un apego infantil a la trama, y sólo a la trama.  

 

Las respuestas a estas cuestiones ya no son tan obvias. Intentaré ocuparme de ellas otro día. De momento sólo avanzaré, enigmáticamente (o no tanto, pues estoy entre Iniciados) que los detectives de nuestro imaginario no llevan gabardina porque Philip Marlowe la llevara en sus novelas, sino porque Humphrey Bogart o Robert Mitchum, que interpretaron a este personaje, la llevaban en la gran pantalla.     

 

Apuntado esto, volvamos al fértil sustrato en el que crece nuestra negra flor.

 

Monumento, Petersburgo, Poeta, Poesía, Pushkin, Rusia

Poeta romántico a preguntándose: «Quién será el asesino?»

(fuente: Pixabay)

 

En este fértil compost se mezclan soledad, inadaptación social, rebeldía, tendencia a la autodestrucción, gusto por frecuentar lugares escondidos, oscuros o sórdidos, insistencia en buscar la verdad aun cuando esto pueda ser peligroso, cierto intelectualismo, cierto desdén y escepticismo en las formas que ocultan un indómito idealismo que late en el fondo.

 

Todo esto, que es esencia del poeta maldito, lo es también de su heredero, el detective privado, que vive solo, que no quiere o no es capaz de formar una familia para ocupar su lugar asignado en la sociedad; que rechaza sujetarse a patrón ni a salario; que no espera una cómoda jubilación; que se castiga con el alcohol o con el juego; que nos lleva en sus investigaciones a lugares insospechados, turbios, luciferinos; y, en fin, que es capaz de seguir pensando mientras su mentón recibe puntapiés, porque su incómoda tozudez moral e intelectual le obliga a encajar todas las piezas del caso.

 

Pero “el caso” solo aparece cuando la ciudad crece, cuando el crimen se urbaniza y el asesino puede ser, igual que el detective, cualquier  desconocido que pasa junto a nosotros para perderse luego entre la multitud.

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