
¿Tú prefieres ser Betty Draper o la amante?, me preguntó una vez una compañera de trabajo. Preferí no hacerle caso. Pensé que hablaba de alguna de esas revistas que consumían todas en corro, imaginándose con vestidos y zapatos de nombres raros y con hombres de nombres aún más raros engarzados del brazo. Yo bastante tengo con lo mío, le dije, pero podía haberle respondido cualquier otro tópico, o haberle dicho que empezaba a refrescar. Tardé en descubrir quién era. Y cuando por fin lo hice me arrepentí de que su marido, Don, no hubiera entrado en mi vida mucho antes. Un hombre de verdad, de esos que no sonríen ni a punta de pistola, elegante, sereno, listo, aficionado al whisky y al Lucky Strike. Un hombre, vamos, como los que no veo por la calle ni en los lugares -y ya no sé dónde más mirar- donde los busco. Ahora me entero de que en marzo vuelve a mi vida el señor Draper. Que sus Madmen estrenan quinta temporada o algo así. Y pienso ya en las noches que volveré a sentarme frente al televisor y que no me levantaré insultando a la pantalla y a todos los personajillos que la habitan. Últimamente debo tener a mis vecinos hartos de escucharme dar voces a los presentadores, a los periodistas y a la chusma que chilla en los platós y que vende no ya su vida, que antes tenía su aquel, sino lo que ellos mismos han inventado con guiones a la altura de su capacidad intelectual. Con Don Draper volveré a recuperar la confianza en el ser humano masculino. Aunque sepa que es pura ficción y que a diez mil kilómetros de aquí un señor llamado Obama hará lo mismo que yo ( espero que él se toque pensando en Betty, no quiero compartir a Don con nadie). Desde que lo conocí distingo a los hombres entre los que saben vestir, impecables, y los que no. Pero sólo encuentro ejemplos de lo segundo. En el primer grupo sólo veo a algunos políticos, que lucen trajes a medida y zapatos cuyas suelas siempre relucen, que caminan sobre alfombras, que nunca han pisado una calle, con lo divertidas que son y las emociones que a veces ofrecen cuando una ya ha perdido la esperanza. Son hombres elegantes, algunos, sí, pero falsos. Me venden una realidad que no conocen, mientras saltan del coche oficial al despacho y del despacho al cóctel, también en coche oficial. Pero no me excitan. El poder no basta sólo con tenerlo, con que te atrape y te convierta en un feroz defensor de la última trinchera, como a Rubalcaba, a quien yo veía como un sacrificado por el bien común de su manada y ahora descubro convertido en una caricatura de Gollum intentando conservar un anillo de patata frita. El poder hay que saber exhibirlo. Hay que llevarlo en el cuello de la camisa blanca impoluta y bien planchada. En el nudo de la corbata, que ni se descuelga ni estrangula la papada. En los pantalones que marcan trasero. Hay que tener poder y demostrarlo, como mi querido Don Draper. Y, desde luego, como él, siempre vestir abrigo. No te fíes, le dije un día a una amiga viendo el telediario, de los hombres que en invierno no llevan abrigo, como los políticos. No son de fiar. Esos tipos sólo se bajan del coche oficial para entrar en los pisos furtivos, pagados con fondos reservados, de sus amantes. Y tú, querida, ya estás vieja para ser la amante de nadie. A ti, como a mí, te queda el televisor. Encenderlo y rezar, intentarlo al menos, para que detrás del negro plano de la pantalla aparezca un hombre como Don Draper en camiseta interior y no Mariano poniendo las barbas a remojar.