
Cómprate un vestido de pongee, nena. Rojo, brillante. Y unos zapatos de tacón, a juego, claro. Píntate bien, tapa aquello que sólo tú quieres saber que existe. Afílate las uñas y los colmillos. Llega ya con dos gintonics. Olvida los hombres que visten borsalinos en el interior, siempre quieren ocultar algo, como me decía mi madre. Y disfruta. Es la última noche del año. La primera del nuevo año. La misma noche de siempre. Una más. Una noche cualquiera. Pero tú, con tu vestido de pongee, serás tan especial como la mujer que tengas al lado. Quizá haya fortuna y la otra vista un color diferente. Si no cambia de posición en la sala, busca otro rincón, otra atalaya desde la que vigilar la sabana en la que vas a cazar. Observa tu presa. Fíjate bien que no beba refrescos. Vigila también que no se tambalee ya, aún es pronto. Mírale el traje, la corbata, los hombros, los labios. Y, desde tu posición, concentra su mirada en él, hasta que sea agite nervioso, hasta que sienta que un gran hermano lo acecha desde la distancia. No te apresures. Tarde o temprano se dará cuenta de que eres tú quien le mira y descubrirá tu guarida. Entonces saca las uñas. Muéstraselas. Y, paso a paso, acércate a él, sin miedo, sin duda, sin bajar la vista. Es tu presa. Te lo pide el estómago. En la selva de la noche no todos los gatos son pardos y lo que no muerdas tú lo devorarán después los buitres de las últimas horas. Cuando estés a su lado, alarga el brazo, enróscalo alrededor de su cuello y entonces, no hables, ni se te ocurra, ataca, besa, vamos, ya. A partir de ahí, y te lo digo por experiencia, porque he sufrido muchas Nocheviejas de caza ya, está todo hecho. O terminas en tu casa o en la suya (o en algún sitio a mitad de camino, que también puede suceder) o vuelves a la barra, a confiarle al barman, benditos sean, tus propósitos del nuevo año. En el primer caso, el año empezará bien. En el segundo, al menos, entre gintonic y gintonic, olvidarás que regresas a casa con tus tripas sonando, hambrientas. Será el eco de las campanadas.