
He pasado tres meses en capilla. Hecha un ovillo. Con las garras metidas hacia dentro. En una concha de caracola de mar muerto. Hibernando en agosto. Evitando el contacto con los ojos. Asustada de verme en los espejos. Inquieta por saber que lo que he sido no me ayudará a ser lo que sueño cuando duermo. Un mes perdida en el desierto de la América profunda del sur. Viendo que los indios no son tan fieros. Y que no existen los vaqueros, en blanco y negro, que fuman cigarrillos como Gary Cooper, ladeando la cabeza y apagando las cerillas con un beso.
Volví a esta España tan España a mediados de un verano polvoriento, la garganta reseca, los ojos en otro mundo. Y la misma sensación de que aquí todo lo que perdí ya lo encontraron otras. Anteayer, media tarde de luna llena, me contaba un amigo que es gallego de La Mancha que fue a encender dos velas a la catedral de Orense y que al salir vio aquel grafiti en la pared del templo. No descuelgo los teléfonos ni contesto los emails, pues las malas noticias ya no son buenas. Y sólo me consuela algunas noches saber que hay por ahí varios exnovios en la cola del paro, despeinados, sin coche ni champán a última hora en los hoteles. Ya no me creo cuando alguien me dice que me quiere. Hace tiempo que ni lo escucho.
Me han llamado la atención por esta ausencia, como los maestros reprenden a los niños que se quedan flotando en las ventanas, imaginando animales en las manchas del cristal. A este lado de la frontera aún hay revólveres, bandidos que abaten las alas de mariposa de las puertas del salón mientras las putas lloran y duelos que buscan aspirantes. Y he saltado de la cama, noventa noches después, dispuesta a atravesar las telarañas de mi propio presente imperfecto y subjuntivo. He encendido mi PC, donde aún es primavera sin rescates, y he abierto la caja de los truenos. Lo que hoy salga no importa. Como no importa lo de ayer. Soy yo, y estoy de vuelta. Y aunque no sepa gallego aún confieso que reí cuando mi amigo me dijo que el grafiti de la iglesia decía “Rajoy non é fauna, é flora”. Y esto, lo sé, empieza a no tener sentido. Como el momento que vivimos, cámara lenta, pisando los cristales rotos. Me he calzado las botas. Marion Mitchell me enseñó a disparar y a escupir por los colmillos antes de que lo devorasen los gusanos. Y me he liado un cigarrillo con picadura de pipa. Mientras pongo este punto y final inclino la cabeza, enciendo una cerilla haciendo cueva con las manos y prendo mi pitillo. Cuando vean volutas de humo en el cielo sepan que ando cerca. Y que solo necesito, a veces, un sopapo que me ayude a quitarme las polillas y a espantarme los fantasmas. Y aunque crea que me fui, buscando territorios fértiles, minas de oro, jamás salí de esta habitación ni de esta ventana que prometo no limpiar.