
“Y te hundes si no empiezas nadando/ Y te hundes ahí mismo, una piedra en el mar/ Los tiempos van cambiando”. Lo canta Franky Pérez, acompañando por las cuerdas tristes de los Guardianes del Bosque. “Hay que darle una vuelta a la rueda fortuna/ Y esa rueda ya nombra quién quiera/ El que sale perdiendo un día ganará/ Los tiempos van cambiando”. Buscadlo en internet, donde está todo colgado, desde las partidas de caza donde abaten monarquías hasta las fotos de fiestas que empezaste a olvidar a mitad de la noche pero la puñetera memoria digital se empeña en taquigrafiar. Escucho la canción en bucle, como se escuchan las canciones que crean obsesiones, como se leen las frases que duelen o aquellas en las que buscas el doble sentido a las palabras que mejor convenga a tu interés, que suele ser sentimental, para engañarte justificadamente porque está por escrito, o como se miran las fotos en las que apenas te reconoces, detrás de una sonrisa que parece franca, en otro lugar, en otro tiempo y, sobre todo, en otro cuerpo.
Esta canción tiene ese punto de dolor de fondo, de saber que no hay salida pero aún así te aferras al pomo de una puerta que no ves. Y eso que Franky no es que hable precisamente un buen español. No al menos uno en el que los verbos y el número concuerde, pero no importa. Otros corean canciones en inglés cuyas letra jamás sabrían transcribir, ni con su nivel medio de inglés del curriculum. Todos somos libres para sentir lo que queramos y cómo lo queramos, que parece que últimamente lo tenemos olvidado. Lo averigüé antesdeayer, como quien dice, con una enésima ruptura a pesar de que nunca había llegado a haber algo que romper. Me miró a los ojos con cierto rencor, como queriéndome hacer daño por algo que todavía no entiendo y que a fin de cuentas tampoco me importa demasiado. Y empezó a divagar buscando una salida pero pisando en el camino las pocas flores que quedaban en el jardín. Menuda soy yo haciendo metáforas, vaya. Vamos, que quiso ponerme a parir pero de corrido, a vuelapluma al tiempo que se despedía. Que si así lo llevo mal. Que a ver quién me va a aguantar. Que menuda sorpresa somos algunas. Como si en algún momento hubiera aparecido envuelta, como se envuelve a las putas que salen de las tartas de plástico en las películas de gánsteres.
La última noche, es cierto, había sido de las malas. Y no diré por qué y no contaré sus excusas, que poco importan ya. Encendí un cigarrillo mientras le escuchaba, allí como estábamos en mitad de la calle, con cuatro nubes amenazando con completar la escena, por si alguien la grababa. Quiso hacerlo a cielo descubierto para que así no tuviera que ser a pecho descubierto. Jasmín, hasta aquí. Que te vaya bien, aunque no lo creo. Que no me llames. Que feliz vida, si lo consigues. Y me quiso besar, así, de soslayo, como se besan los compañeros de oficina que se despiden tras una noche de juerga, borrachos, en las mejillas, como queriendo firmar un pacto de nada de esto ha pasado aunque no haya pasado nada y el lunes volvemos al papeleo y al café de máquina y a quejarnos de que aun solo es lunes hasta poder quejarnos de que ya es viernes pero que menudo fin de semana coñazo nos espera. Pero le paré a tiempo. Escupí, con saña, una bocanada de humo por un colmillo, como he aprendido de las películas de vaqueros, donde un antiguo novio me descubrió la verdadera filosofía, le miré a los ojos, por debajo del ala de mi sombrero, aunque no lo llevase, y le dije: la próxima vez que quieras disparar a alguien, muchacho, apunta primero. El que sale perdiendo, me lo dijo el bueno de Franky al oído, un día ganará.