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AcordeónSólo para valientes. Una mujer lucha contra el cáncer y sube montañas

Sólo para valientes. Una mujer lucha contra el cáncer y sube montañas

 

—Octavio, creo que estoy embarazada, pero tiene que ser un error.

Llevaba el Predictor envuelto en papel de plata.

—María: un positivo es un positivo.

 

Subí al ecógrafo convencida de que tenía que haber una equivocación.

 

—Debes estar de unas cinco semanas. Aún no se oye el corazón porque es demasiado pronto. Tendremos que esperar.

 

Volví a casa llorando todo el camino: yo era la muerte y tenía otra muerte dentro. Era como si yo estuviera podrida y tuviera dentro algo podrido. Yo era una cancerosa con un niño que no sabía si estaba vivo o estaba muerto. Yo era la viuda negra, la podredumbre, la misma muerte.

 

 

                                                           *     *     *

 

María Barrabés Bardají (Lleida, 1975) supo que estaba embarazada 30 días después de que le diagnosticaran cáncer de mama. Dieciséis días más tarde de la intervención que le extrajo el tumor del pecho y que vació, completa, su axila. Cincuenta y nueve días antes de la primera sesión de quimioterapia y 212 antes de la última.

 

Entre 2009 y 2011 adelgacé más de 30 kilos. Venía de una situación difícil, pero cuando me diagnosticaron el cáncer había hecho un cambio de vida y estaba enormemente feliz. Noté que no tenía el pecho igual pero, ¿sabes qué pasa? Que piensas: a mí no me va a pasar. Estás convencida de que eres intocable. Y pensé: vaya marrón tengo aquí: ahora que soy feliz, me muero.

 

Del 27 de septiembre de 2011 retiene algunos detalles antes de que la anestesia hiciera su trabajo y la dejara, dormida, al amparo de Octavio Córdoba, el cirujano. María y el médico apenas se llevan un año de diferencia y ella, con la soltura de quien comparte los códigos generacionales que lo mismo permiten el tuteo que el intercambio de discos, le dijo que entendería si, entrada en quirófano, no podía finalmente salvarle el pecho. Él prometió que lo intentaría, que contara con ello si el perímetro de la zona de seguridad que debía dejar una vez extraído el tumor se lo permitía. Es lo último que recuerda. Eso y que Octavio puso un tema de Bruce Springsteen. “Cuando me desperté, lo primero que hice fue esto” –levanta la mano derecha hacia la mama izquierda. Se trata de un movimiento directo que sabe, conoce, previene, tienta: el automatismo de la ausencia–. “Iba mentalizada para lo peor, y cuando palpé que seguía ahí, sentí el alivio de un ya está. Los siguientes días dormía adolorida pero muy tranquila, convencida de que la historia acababa ahí”.

 

Cuando María se enteró de que estaba enferma colocó a sus vástagos (Alba, que por aquel entonces tenía 10 años, y César, de 8) en el sofá y se lo contó todo, la enfermedad que tenía, que podía, incluso, provocarle la muerte. El plan era de manual: extraer el tumor e iniciar cuanto antes las sesiones de quimioterapia. El carácter imprevisible de las sorpresas impidió que nadie tuviera noticia de la que se avecinaba. Y el 12 de octubre la tardanza de la menstruación le regaló una primera pista, aunque atribuyó el resultado del Predictor a cierto margen de error universal y a las posibles alteraciones que hubiera podido arrojar la intervención hospitalaria en el veredicto que tenía entre las manos. Confirmado el dato, María quiso contarle a Alba –su hija mayor, compañera infatigable del camino– que, además de lo dicho y por si no fuera suficiente, estaba embarazada. Lo hizo subiendo al refugio de Estós, en Benasque (Huesca), en un entorno óptimo para confidencias y del que se sienten formar parte. Allí, la niña, consciente de que el feto podía estar afectado por la medicación o por la operación, sacó de su mochila toda la madurez obtenida en las arduas pruebas de la vida, alzó la mirada y se la regaló a su madre como una mantita abrigadora para el frío de vivir: me hace ilusión tener otro hermano, pero tienes que hacer aquello que sea mejor para ti.

 

Ella lo tiene claro: decidir sobre la maternidad es un derecho de las mujeres, si quieren serlo o no. “Comprendo a las que deciden abortar, empatizo también con las que quieren seguir, pero cuando decides que sí y es que no, resulta tremendamente duro”. En la segunda ecografía que le practicaron, María dio un solo aviso. Que no quería escuchar el latido: sabía que si sentía su corazón, se le partiría el alma. Porque el sonido se te mete aquí, así.

 

Decidir qué hacer con mi hijo fue más duro que la propia enfermedad. Yo siempre compartí lo que sentía con la gente, pero no quería que me condicionara nadie. Sabía que estaba nadando en tierra hostil, con muchos miedos y juicios flotando en el ambiente a mi alrededor. Además, sucede que todo el mundo suele tener su opinión del estado de las cosas. Del preocupante envejecimiento de la población noruega a la última pitada al Rey en el campeonato futbolero que lleva su nombre. Yo lo acepto, pero es una decisión exclusivamente de la mujer si quiere seguir adelante o no con su embarazo. Escuchaba muchas opiniones, pero notaba cómo todas las personas venían con miedo. Y el miedo también nos paraliza, nos nubla las ideas y la claridad y yo claro que tenía miedo, pero aun sabiendo que podía salir mal, quería equivocarme con mis propias decisiones, no con las de los demás.

 

Se centró en los médicos y buscó gente que hubiera pasado por lo mismo. Entendió, esencialmente, dos cuestiones. Una, que los casos similares al suyo variaban en lo fundamental, en la edad del feto. Las mujeres que conoció María que combinaban el doble reto de superar el cáncer y proseguir con su embarazo estaban de cinco, seis, siete meses. Ella estaba de cinco semanas, por lo que el feto tendría que soportar toda la quimio. Y dos, que nadie sabía qué le iba a provocar el tratamiento al embarazo, que ni el mejor doctor podía prever las reacciones que su cuerpo tendría, que cada sesión podía modificar el plan, que cada paso era una experimento, un precipicio, una posibilidad: un viaje sin retorno. 

 

De ahí que María, para el personal del hospital barcelonés de Vall d’Hebron que la acompañó, no tenga más que palabras de gratitud: a principios de noviembre, cuando acudió a la consulta rutinaria y tenía que tomar una decisión sobre su estado, Cristina Saura, oncóloga de la Unidad de Cáncer de Mama, ángel guardián en el proceso de María, le dijo: “Vamos poco a poco porque esto es muy difícil. Ya lo es sólo el cáncer y, con el embarazo, más. Será duro para ti y duro para nosotros, pero no te soltaremos la mano. ¿Estás dispuesta a seguir?”.

 

Simplemente seguí caminando y aposté. Y no, nunca me soltaron de la mano. Empezó la quimioterapia el 1 de diciembre de 2011: hizo un ciclo de cuatro sesiones cada veintiún días y otro de doce sesiones cada semana. En la sala de quimio había butacas. Estás sentada y viene una enfermera, te coge una vía y trae un montón de envases. Te preguntan el nombre todo el tiempo, para no equivocarse con cada bolsa: María Barrabés, María Barrabés, María Barrabés, María Barrabés, María Barrabés. Al principio, cuando la quimio entra en la sangre, sientes frío, como si se te helaran las venas. Y un picor en la nariz. Eso es al principio, luego te acostumbras. Hay gente que come, otros leen, otras reímos. Yo le hablaba a la tripa, le decía que estuviese tranquila, que no le iba a entrar nada. María comprende que la respuesta la tenía ella misma, que estaba conectada a su intuición: igual que supe que lo que tenía en el pecho no era bueno, sabía que en la operación me habían sacado todo. Y durante el embarazo, flaquezas aparte –que también las tuve, había algo que me decía que iba a salir bien. Y estaba convencida de que era niño.


 

                                                           *     *     *

 

Yo soy creyente. Creo que hay algo. Llámale ética, si quieres. Pero cuando estaba tan mal, fui a la iglesia más veces que en toda mi vida. Iba y le decía: ayúdame, dame fuerzas, no me falles ahora que soy feliz. Bueno, lo que tú quieras. ¿Quién soy yo para obligarte? Me ponía agua bendita por todas partes, sobre todo por la tripa. Ahora sé que la fuerza era yo misma. Parecía una loca, pero estaba muy centrada y muy autoconvencida: yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo yo puedo. No pensé en rendirme nunca.

 

Todos tenemos un tesoro dentro, sólo hay que descubrirlo. Yo encontré el mío.

 

 

                                                           *     *     *

 

Primero tuvo revisiones cada tres meses, luego cada seis y, antes de empezar las visitas anuales, le cambiaron el tratamiento. Ahora que toma aromatasa regresaron las visitas cada tres meses. Pero, eso sí, tiene otros efectos secundarios: afecta más a los huesos. Mira lo que he notado, ¿ves este dedo? Se me está haciendo una artrosis –muestra la mano izquierda, el dedo índice con una leve curvatura a la altura de la segunda falange, un tímido gesto aguileño que apenas empieza–. Sí, pero estoy aquí: me da igual. Me da igual tener sofocos, me da igual: estoy aquí. Disfruto de mi vida y se acabó. No tengo pensamientos a largo plazo. Hoy estoy, mañana no lo sé.

 

Jesús Barrau Barrabés nació el 23 de mayo de 2012 con 2.940 gramos de peso cuando su madre, tras dieciséis sesiones de quimio, estaba de 36 semanas. Una antes del parto, los médicos interrumpieron el tratamiento y la dejaron descansar hasta pasada la cuarentena para empezar la radioterapia. Asegura que el bebé le salvó la vida: “él hizo que me olvidara del cáncer”. Aún hoy cree que con Jesús, con el permiso de Alba y César, tiene un vínculo especial, cuando el niño, de apenas tres años, la interroga sin piedad y sin anestesia: “mamá, ¿te encuentras bien?”.

 

Entra en el cuarto donde conversamos César, su segundo hijo. Está en la edad del pavo. En la de la gallina está éste, dice su madre, y él sonríe de soslayo mientras enciende el ordenador. María –y su familia, por extensión– le ha dado muchas vueltas a la muerte. Sabe que jugó con ella al escondite y que, de momento, le ganó la partida. Ella vino a por mí. Creo que hay gente que decide vivir y también quien decide dejarse morir. Yo había perdido tanto en la vida que me negué a perder más. Pero sabe también que es una batalla más larga. Así que ha decidido invitarla de vez en cuando a sus conversaciones, a sus meriendas, a su rutina. Hacerla presente, por lo que pudiera pasar. La tengo muy en cuenta: antes nunca me hacía fotos y ahora quiero dejar constancia de cómo viví, de cuánto amé. Que quede algo. No quiero hacerme famosa, pero tampoco quiero pasar por esta vida sin dejar nada.

 

—Mamá, ¿y si no vuelves?
—Si no vuelvo, tú ya sabes qué tienes que hacer. No tengo que decirte nada, ya sabes lo que mamá siente por ti. Y tu vida seguirá, esté yo o no.

 

Cierta espesura que provoca el temblor de la tristeza agua los ojos de Alba, que aplaca el llanto. Ella, en su cuerpito adolescente, es una mujer grande: hace apenas unos meses, dos años después del terremoto que trajo consigo la enfermedad de María y la llegada de su hermano pequeño, explotó. Y así se lo dijo a su madre, clarito, con peras y con manzanas, con toda la necesidad, sin demanda ninguna pero con todas sus letras: no sabes lo que es no saber si tu madre se va a morir. No sabes lo duro que es eso, mamá.    

 

María comprende, insiste y sentencia: no quiero morirme, pero tengo una visión de la muerte completamente diferente a la que tenía antes. Y claro que le tengo miedo, pero la acepto de forma distinta. Y supongo que mis hijos también. 

 

 

                                                           *     *     *

 

Del Aneto al Kilimanjaro

 

Tenía catorce años cuando subió por primera vez al Aneto, el pico más alto de los Pirineos (con 3.404 metros de altura). Entre unas cosas y otras, no volvió a coronarlo hasta los 36. Por eso le gusta decir que siempre tuvo relación con la naturaleza porque, aunque nacida en Lleida capital, sus padres provienen de Estadilla, en plena sierra oscense de la Carrodilla y está, por tanto, asilvestrada y acostumbrada desde niña a moverse diligente en el monte. Rememora con avidez las visitas familiares al Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido y, ya en la adolescencia, las caminatas durante los campamentos de verano. Llevó siempre consigo la sensación de que cada excursión era una amalgama entrañable entre una montaña y una terapia, lo que hoy se denomina monterapia. Era algo que no le costaba esfuerzo, y aunque a ella la apodan la ladrona de vidas, María se sentía muy bien allá arriba. Después lo dejó un tiempo, estuvo largos años muy lejos, perdió ese contacto. Estaba en pleno proceso de recuperarlo cuando palpó aquel bulto maldito. Fue ella quien buscó su siguiente meta: tomó una fotografía del pico Perdiguero (3.222 metros), cuya cima corona una frase de José Martí que invoca: “Dichosas las personas que suben montañas y son capaces de mirar desde ellas con entrañas de humanidad”, y se juró a sí misma que, en cuanto se recuperara, lo subiría. Dicho y hecho. Son cuatro tresmiles juntos, cresteando. Google nos regala unas instantáneas sobrecogedoras. ¿Ves qué belleza extraordinaria? A María se le agranda la caja torácica de puro mirar. Estás allí y piensas: qué importa una hipoteca, qué son los problemas de ahí abajo…

 

La montaña puede curar, dicen.

 

Me hacían las quimios los viernes y yo, desde Barcelona, marchaba directamente a Benasque con mi marido y mis hijos a esquiar. No quería dejar de hacer aquello que tanto calmaba los malos augurios. Y a pesar del poso de embriaguez demoledora que deja tras de sí un tratamiento contra el cáncer, Alba rememora como nadie la fortaleza de su madre: quiero que todo el mundo sepa lo valiente que es. Nunca la vi tumbada en la cama ni quejándose; estaba siempre sonriendo, tratando de seguir con sus actividades y animándonos a todos. Mi madre fue y sigue siendo pura alegría.

 

Antes de saberse gestante, y fruto de una búsqueda rápida en Google (cáncer +montaña) María se tropezó con la Asociación Española de Alpinistas con Cáncer. Allí contó su historia y supo de la amistad aun con personas a las que no había visto jamás. Definitivamente, eso de que la sangre tira no va conmigo. Soy capaz de querer a Patricia, a Merche, a José, a Eva, aunque no los pueda tocar. El cáncer me ha dado más de lo que me ha quitado: me regaló esta apertura, poder ver la vida a través de otro cristal y encontrarme con gente maravillosa. Qué increíble, cómo se volcaron sin conocerme. Nunca olvidaré que José García Romo no se achantó cuando le dije que estaba embarazada. Fue el primero en darme la enhorabuena.

 

Desde entonces, nunca cesó el vínculo. Y el 19 de marzo de 2015, José la llama por teléfono:

 

—María, ¿te quieres ir al Kilimanjaro?
—¿Qué? Por cierto, felicidades por tu santo.
—Que si te quieres ir al Kilimanjaro: seis mujeres, cáncer de mama, un reto.
—Sí.

 

Fin de la cita.

 

María colgó el teléfono y le dijo a Jesús, su marido: “Me voy al Kilimanjaro. No sé nada más, pero me voy”. Tiempo atrás, antes de responder, hubiera hecho una lista mental de mis obligaciones. Pero esta vez pensé primero en mí: ahora yo. Y fue como un mandato divino. Tenía que ir.

 

Volaron dirección África, desde Madrid, el 20 de septiembre. Y eran, incluyéndola, seis luchadoras: Eva García Romo y ella suben por la Asociación Española de Alpinistas con Cáncer; Carmen González-Meneses, Araceli Oubiña y Rosa Fernández por la Asociación Española contra el Cáncer, y Covadonga Saras por el colectivo Mujeres Despechadas.

 

Para mí es un honor representar a Alpinistas con Cáncer: han sido siempre un apoyo increíble. Son mi gente. En cualquier caso, se considera una montañera de andar por casa: la montaña más alta que he subido es el Aneto y nunca he tenido pasaporte, me lo acabo de hacer ahora por primera vez. Sea como fuere, las seis coinciden en que no ascienden solas, suben también todas las mujeres que han tenido el cáncer cerca. Se lo debo a muchas mujeres, a mi tía Carmen, a mi prima Titín, a Adriana, que conocí en el hospital… También a quienes han estado tan cerca apuntalando la fuerza que ella emana: su hermana Lucía, su marido Jesús, sus hijos Alba y César, sus padres Cecilia y Joaquín. No podría no llevarlos consigo, así que ha reunido decenas de retales cosidos que aúnan nombres, memorias, deseos y quereres. Que respiren los colores en la cima, que se oxigenen.

 

 

                                                           *     *     *

 

—¿Por qué es tan importante para ti sobrevolar el lago Victoria?
—Porque desde cría he sido muy cinéfila y una de mis películas de cabecera es Memorias de África. Me gustaba ella, el tipo de mujer que era, una pionera que luchó y se enfrentó a todo, una feminista total. Además, dice una frase que me encanta: tú quieres ser libre, pero todos nos pertenecemos. Es la única manera de serlo. Y es verdad.

 

Empuña el ratón del ordenador para ampliar el mapa y lo mece, a caballo entre Uganda, Kenia y Tanzania. Vaticina: cuando vea el lago desde el avión, me vendrá la música de Mozart a la cabeza. Tararea: naaaaaaanaaaaaa nananananana naaaaaaaaana. Seguro que lloro.

 

Ya veremos: a fin de cuentas, el futuro es un país extranjero. Y allí se hacen las cosas de otra manera.

 

 

Para todas las mujeres que luchan por su derecho a decidir.
Y con Carmen Bardají Raso siempre en la memoria porque,
además de ser tía de María, era también mi abuela.

 

 

[Las fotografías fueron tomadas entre las visitas que hice a María en Binaced (Huesca) en la primera quincena de agosto de 2015 y el último fin de semana del mismo mes entre Benasque y Eriste (Huesca), donde se reunieron cuatro de las seis expedicionarias (además de María, Covadonga Saras –que luego se retiró–, Carmen González-Meneses y Araceli Oubiña), sus parejas e Ismael Santos, guía de la ascensión al Kilimanjaro que realizaron entre el 20 de Septiembre y el 2 de Octubre de 2015 y que organizó el Reto Pelayo Vida. Se congregaron para coronar el pico Posets (3.375 metros), el segundo más alto de los Pirineos después del Aneto, como parte del entrenamiento previo a la aventura africana].

 

 

 

 

Tamara Marbán Gil (Huesca, 1986) estudió piano en el Conservatorio de Monzón y periodismo en la Complutense de Madrid. Le interesan los mecanismos de la memoria y su relación con lugares, objetos, paisajes, personas. Transita en la búsqueda permanente del punctum de Roland Barthes y bucea, diariamente, en el segundo sexo de Simone de Beauvoir. En FronteraD mantiene el blog El paisaje es memoria. En Twitter: @tamarapastora

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