Ya dijimos que donde hay crimen (o sea, en todo lugar, época y ocasión en que ha habido seres humanos) puede haber novela negra. Por tanto, que la novela negra deba buscar nuevos ambientes parece razonable; ahora bien, que los lectores de novela negra que no somos nuevos vayamos a asumir estas novedades fácilmente, no lo veo tan claro.
Digo esto a propósito de un artículo publicado en El País sobre opiniones de editores y escritores que se han reunido en el Quais du Polar de Lyon. En el artículo se propone a la africana como la nueva novela negra, escrita por autores “comprometidos” en cuyos relatos se reflejan realidades como la muerte “día sí y día también” de prostitutas (recurso que no es, dicho sea de paso, el non plus ultra de la originalidad en este tipo de historias).
Empero, consciente acaso el autor del artículo de que esto de la “nueva novela negra africana” no era comenzar con buen pie su artículo-propuesta, decidió hacer el titular más llamativo (o interesante), anunciado en su título-cebo, con fúnebres y trágicas notas, la muerte (por asesinato) de la novela negra escandinava.
C´est à dire: que interesa más la muerte de ésta que el nacimiento de aquélla.
Estoy dispuesto a admitir que no es justo rechazar una novedad sólo por falta de costumbre; pero tampoco que la aceptemos sólo por serlo. Habría, pues, que leer estas novelas, observar lo que hacen y dicen los personajes, entrar en nuevos mapas, respirar nuevos ambientes, catar otra gastronomía, percibir otros olores y otros sonidos, cosas todas ellas en principio interesantes, pero no tan fáciles de hacer para quien anda gozosamente perdido en los misteriosos ecos de algún oscuro callejón de Marsella, o de París, o de Madrid.
Y bien pensado… ¿Por qué no?