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Sociedad del espectáculoEnciclopedias por entregasThe Beatles: It's all too much - Epílogo (Eight arms to hold...

The Beatles: It’s all too much – Epílogo (Eight arms to hold me)

Este artículo forma parte de la obra The Beatles: It’s all too much – Una enciclopedia por entregas: disco a disco, tema a tema. Puedes acceder a la introducción, que contiene además el índice completo, pinchando aquí.]

Cuatro años después, se acabó. La publicación de esta enciclopedia por entregas comenzó con una introducción personal y acaba con un epílogo coral que, generosamente, firma el núcleo duro de mis compañeros de viaje beatlemaníacos: Gonzalo Sánchez-Terán, Carlos Santa María, Marco Gordillo y Alberto D. Prieto. Mi hija María (amarillearte) nos regala además una ilustración de despedida que no me puede gustar más.

¡Hay fiesta de «fin de rodaje»! Si estás por Madrid y te apetece, pásate el martes 21 de octubre de 2025 a las 20:30 por Wild Thing Bar. Detalles aquí. ¡Incluye concierto de The Ballad of John and Yoko!

La conversación continúa en beatlesputxe@gmail.com. Y recuerden: “In the end, the love you take is equal to the love you make”.

Carlos “Putxe” Prieto

UNA REVOLUCIÓN DISTINTA: Putxe Prieto y los Beatles en el museo de la especie humana

Para Marta Piédrola, el sexto Beatle

Al despuntar el alba, hace poco más de mil años, un anciano poeta llamado Ferdousí cerró la puerta de su casa en la ciudad de Tus y, cargados los camellos con la obra que le haría inmortal, emprendió camino hacia la corte del sultán Mahmud, honrado en algunas fuentes como Yamin al-Dawla, que desde Ghazni, su capital, regía un imperio tendido entre el Mar Caspio y las infinitas riberas del Punjab. Ferdousí había empleado más de tres décadas completando el Shahnamé, o Libro de los Reyes, el poema épico más largo jamás escrito por un solo ser humano. La extensión desaforada del Shahnamé autorizaría su inclusión en la nómina de las grandes obras literarias urdidas por la imaginación, pero lo que convierte al poema de Ferdousí en una de las cimas creativas de nuestra especie es su capacidad para narrar poéticamente el devenir mítico, heroico e histórico de los hombres y mujeres que a lo largo de los siglos poblaron las llanuras, desiertos y montañas del Asia Central. Por eso iraníes, afganos y muchos otros pueblos en la actualidad celebran al poeta y releen sus versos, porque consignando las hazañas y leyendas de monarcas, guerreros y amantes, pecadores y virtuosos, Ferdousí logró ensanchar y enriquecer el tiempo presente gracias a la pervivencia del pasado. Es más sencillo discernir el lugar de destino cuando no se ignora de dónde procedemos.

En el otoño de 2025, Carlos “Putxe” Prieto ha dado término a It’s all too much, su enciclopedia sobre el grupo musical The Beatles. Es un trabajo oceánico, producto de más de tres decenios de pasión, investigación y escritura. Al acodarte sobre tamaña extensión de palabras, datos, fechas, nombres y canciones, el vértigo es ineluctable. Putxe ha descrito la peripecia vital y musical de los cuatro de Liverpool con minuciosidad de entomólogo para los detalles y visión de astrónomo para las galaxias culturales que pueblan y consuman el universo que les rodea. Una obra sobre los Beatles de semejante ambición y aliento apenas encuentra parangón en lengua alguna. Cada una de las más de doscientas canciones que John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr compusieron, grabaron y tocaron juntos en sus siete años largos de “vida pública” es abordada como una dramaturgia con su planteamiento de experiencias, ecos e influencias, su nudo de autores, intérpretes y aliados, y su desenlace de juicios, versiones y reverberaciones.

Los egipcios no ignoraban que el ser humano está predispuesto a ofrecer su asombro a la desmesura. Permanecemos boquiabiertos ante lo vasto, cuanto exige un esfuerzo sobrehumano en su consecución. Damos nuestro estupor a los significantes descomedidos, sin embargo reservamos la admiración para los significados profundos. El cuadro no es valioso por las dimensiones de su bastidor sino por la emoción de su pincel. La enciclopedia que ha escrito Putxe sobre los Beatles se quedaría en un pasmoso maratón de la voluntad si no tuviera por objeto uno de los pocos fenómenos culturales del siglo pasado que, con certidumbre, sobrenadará el olvido. Cada centuria toma por costumbre salvaguardar para la memoria colectiva un ramillete de momentos creativos que conforman un extraño, dudoso, cambiante e indispensable museo de la especie. La composición de ese museo obedece antes a las estructuras de poder que en cada tiempo histórico dictaminan la jerarquía de las tribus, que al talento o la hondura de los creadores, tan ubicuos sobre la tierra como el oxígeno y las lágrimas. Así toda generación hereda la tarea de rehacer sus salas, incorporar lo excluido y cuestionar lo aceptado. Desde este convencimiento es dable pensar que cuando la posteridad mire por encima del hombro hacia el siglo XX verá en la música moderna una de sus más altas creaciones, y ningún músico o grupo de músicos define y culmina esa forma de expresión humana con intensidad mayor que los Beatles.

En la portada de la edición española de Postguerra: Una historia de Europa desde 1945, obra del historiador Tony Judt, publicada en 2005, aparecen cuatro imágenes: una ilustración de Joseph Stalin, un guerrillero con pasamontañas y un arma en ristre frente a una bandera, un joven encaramado al muro de Berlín, y la fotografía de cuatro chicos melenudos y sonrientes cuyos rostros y nombres son mundialmente reconocibles. Quizá fue todo fortuito: estaban en el lugar adecuado en el momento idóneo. Pese a provenir de una ciudad periférica y ya entonces en decadencia comercial como Liverpool, los Beatles contaban con la lengua del imperio y una industria musical que únicamente en Estados Unidos y Europa Occidental tenía capacidad y determinación para propulsar a sus astros a la conquista del globo. Esos mismos cuatro chicos, de haber nacido en Bangui, Tegucigalpa o Yakarta, hubieran arrastrado cepos socioeconómicos invencibles. Pero nacieron en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial y amanecieron a la madurez en uno de esos goznes que permiten a la historia traspasar estancias. La primera mitad del siglo XX había sido una época de supremacía extrema para los dirigentes occidentales y de carnicería para sus jóvenes. El imperialismo, el ultranacionalismo y las desigualdades económicas crearon un vivero de odios y consignas fértil en sangre e injusticia. Ancianos generales y políticos enviaron a millones de adolescentes y veinteañeros a la muerte. Quienes se criaron sobre tantos osarios, en los años cincuenta, dispusieron no acatar las normas y andamiajes de una sociedad culpable y víctima de décadas de crímenes. Mientras el primer mundo clasificaba a la gente en virtud de su religión y patriotismo, y el segundo mundo en función de su clase e ideología, por las cuatro esquinas del planeta una nueva división iba emergiendo, inédita, irrespetuosa, vocinglera: la juventud como fuerza social.

El desprecio a los esquemas del pasado leudado por el ímpetu demográfico provocó una erupción de vitalidad, un aumento del volumen multiplicado por los medios de comunicación nacientes. Y los Beatles estaban ahí: hablando, riendo, cantando. Por primera vez los iconos culturales no eran viejos contadores de fábulas, atezados actores o compositores atildados, sino muchachos gritones con acento provinciano, desacomplejados, irreverentes: una revolución distinta. Dos placas tectónicas se embestían: la vetusta guardia biempensante acaparadora de recursos y discursos contra una hueste despeinada y respondona deseosa de hacer novillos de lo reglamentado. El ensayista indio, Pankaj Mishra, en su libro de 2020, Fanáticos insulsos, describe la irritación del líder ultraconservador y racista británico Enoch Powell al afrontar una Gran Bretaña que escapaba de su puño: “La jerarquía racial sobre la que Powell fundamentaba su propio ser estaba en peligro de ser desmantelada. Como dijo, citando a una persona ‘corriente’ sin identificar, ‘en este país dentro de quince o veinte años el hombre negro llevará de las riendas al hombre blanco’. Había algo intolerable en el hecho de que el imperialismo se hubiera convertido, si no en una fuente de vergüenza e incomodidad, al menos en un tema para la comedia y la sátira entre la generación más joven —un buen resumen de esa situación se encuentra en la portada del álbum Sgt. Pepper’s—. Arribistas de piel oscura y liverpulitanos descaradamente andróginos convirtieron los sesenta en un infierno para el general de brigada Powell”.

La irrupción de los Beatles coincidió con el proceso de descolonización: no solo los jóvenes adquirían voz propia y reclamaban su espacio; docenas de nuevas naciones ocupaban su asiento en el (des)concierto de la comunidad internacional y las razas enyugadas durante medio milenio exigían, como escribió Pablo Neruda, “pan y reinado”. Sobre el ruido gozosamente atronador de una catarata de canciones excelsas, la banda sonora de aquellos años tiene música de los Beatles y letra de Bob Dylan. Del mismo modo que un bisonte de Altamira evoca toda la prehistoria y la Crítica de la Razón Pura concita la Ilustración, el estribillo de All you need is love es la sinécdoque perfecta para la década de los sesenta del siglo XX. Su mensaje conmueve por la sensación de libertad y la incitación querible, pero lo que lo convirtió en perturbador para muchos es su vocación coral: hasta entonces las multitudes cantaban a coro himnos a la patria o cánticos religiosos. De repente hombres y mujeres, blancos y negros, indios y japoneses, aunaban sus gargantas para entonar melodías sin otro símbolo que las flores, sin más enseña que la ropa colorida. En ese mundo barajado, cordial e indomesticable, donde unos veían diversidad otros husmeaban contaminación; donde unos proferían igualdad, otros delataban desorden; donde unos proponían rimas, otros diseñaban muros. Y muros elevaron: esas placas tectónicas que se embestían hace setenta años siguen entrechocando cornamentas hoy. (Hogaño los nazionalistas nos están partiendo la crisma.)

Esos Beatles moradores del museo de la especie tienen garantizado su nicho en el mural que algún Diego Rivera venidero pintará en alguna pared futura narrando un tiempo quizá enmarcado por el genocidio judío y el genocidio de Gaza. Junto a esos Beatles de cera, ya historia, existe otro grupo, como en la portada del Sgt. Pepper’s: una banda de músicos que sostienen instrumentos y nos invitan a la fiesta. Para muchos de nosotros los Beatles son eso: una fiesta. Quizá nada enhebre las innúmeras estirpes de la tierra como el hábito de festejar. Somos animales rituales y desde nuestros albores acompañamos las ceremonias, alborozadas o luctuosas, con cantos y ritmos. En los pueblos de la selva de Guinea bailan en torno a percusiones hechas con troncos huecos y calabazas celebrando la cosecha de arroz. En las caravanas que atravesaban la meseta iraní se escuchaban al atardecer las melodías del kamanché, con sus cuerdas de crin de caballo. Precisamos la música como precisamos la razón y el agua. Eso nos regalaron los Beatles: canciones para la caravana.

La obra musical de los Beatles no concuerda con ninguna otra de su época o posterior. Los trece discos publicados entre 1963 y 1970 despliegan una diversidad de estilos que abarca desde el music hall hasta el heavy metal. Inventaron el pop, resucitaron el rock ’n’ roll de raíz negra cuando en su patria natal declinaba, siguieron a Dylan hacia la canción protesta y le guiaron hacia las guitarras eléctricas, conjuraron el rock sinfónico, alumbraron canciones infantiles y los salmos de la psicodelia. Dialogaron con la música clásica como ninguna banda moderna antes que ellos, allegaron la tradición india y el folclore italiano, y desbrozaron senderos aún por explorar: nadie ha sabido tomar el testigo de I am the walrus. Su evolución creativa solo se parece a la de Bob Dylan (siempre Dylan): en lugar de seguir la trayectoria de los proyectiles, ascenso, cúspide y descenso, alcanzada la cima de la popularidad en 1965 decidieron cambiar de cordillera y explorar cumbres musicales cencidas. Lo que hicieron entre el 66 y el 69 es uno de los “momentos estelares”, diría Stefan Zweig, de la cultura del siglo XX, como las películas de De Sica entre 1946 y 1952, o los escritos de Borges entre 1935 y 1949.

Tengo para mí que su unánime calidad no es lo más relevante de la música de los Beatles. Sus canciones producen algo más complejo, hermoso y sencillo: felicidad. Pura felicidad. No se explica de otro modo su incorporación al repertorio mental y anímico de millones de seres humanos sobre la totalidad de la tierra emergida. He escuchado temas de George Harrison en los cinco continentes; he discutido acerca del mejor disco (en realidad no cabe polémica: es El Doble Blanco) con personas de todas las edades; he cantado guitarra en mano canciones de Lennon y McCartney con amigas y amigos de todo rasgo y toda tez. Sospecho que de alguna forma encontramos en esas melodías un ejido sentimental, un territorio desalambrado en el cual nos reconocemos en la trompeta de Penny Lane o en la montaña rusa sonora de Strawberry fields forever. Sus títulos, letras y sonidos se han avecindado en el barrio cultural común. La película ¿Quién viene a cenar esta noche?, que dirigió Stanley Kramer en 1967, trata sobre los desafíos de un matrimonio interracial en unos Estados Unidos aún parcialmente segregados. Al inquieto padre de la novia un clérigo provecto le dice: “¿Qué era aquello que cantaban los Beatles…? ¡Oh! We can work it out, we can work it out”. La escritora y activista india Arundhati Roy ha publicado en septiembre de 2025 su primera obra autobiográfica. En ella desmenuza la turbulenta relación con su extraordinaria madre. El libro se llama Mother Mary comes to me. El cancionero de los Beatles se ha ido transformando en un esperanto luminoso y cómplice.

Hay algo más. La enciclopedia de Putxe desgrana la conversión de los Beatles en efigies culturales contemporáneas, y apasionadamente inventaría su acontecer como banda musical, acorde a acorde, pero, decía, hay algo más: también relata la vida de cuatro chicos de familias muy modestas que se conocieron siendo apenas unos críos, se hicieron amigos y se embarcaron en una travesía de éxito y fama entre sirtes de drogas mientras maduraban frente a los ojos o el ceño de muchedumbres embelesadas o airadas. Jorge Luis Borges (siempre Borges) sostenía que en la historia de la literatura solo hay un puñado de metáforas esenciales. Asimismo los seres humanos obramos según uno de estos cuatro motivos o sus antónimos: por un ideal, por interés, por amor o por amistad. La aventura de los Beatles es, antes que nada, una epopeya de amistad: amistades enarboladas, encalladas, reparadas, vitalicias. Como todas las amistades veraces. Ningún otro grupo está tan asociado al nombre de sus miembros: John, Paul, George y Ringo. Sus encuentros y desencuentros informan su biografía tanto como sus trabajos. Cada grupo de amigos y amigas es una travesía distinta y similar: en esos cuatro muchachos de Liverpool nos contemplamos, como ellos nos queremos, nos separamos, nos buscamos.

Han pasado más de cuarenta años desde que Putxe y yo, una mañana en el recreo, empezamos a hablar de los Beatles. No hace mucho tiempo, porque la vida fue generosa, mi tren se detuvo en Ulán Bator, la capital congestionada y sucia de un país ilimitado y bello. Deambulando por aquellas calles demacradas desemboqué en una plaza en cuyo centro se alzaba un monumento inmenso dedicado a los Beatles. Hice lo que llevo haciendo cuatro décadas: lo compartí con Putxe. La historia, acaso ciega y sordomuda a nuestro destino, y su carro del heno pasan; las canciones, incluso las mejores, se olvidan. Si es mesurable la existencia de un ser humano será por las personas que amó, por los amigos que tuvo. Mi hermano Salvador tenía en casa de nuestros padres algún elepé de los Beatles: así, mientras los otros niños daban patadas a un balón, Putxe y yo pegamos la hebra. Todos estamos en deuda con aquellos cuatro jóvenes músicos por sus canciones; yo les debo algo mucho mejor: un amigo.

Gonzalo Sánchez-Terán

LOS BEATLES Y LA MÚSICA POPULAR: QUÉ, CÓMO, CUÁNDO Y POR DÓNDE

Y, en el principio, fue Elvis.

Como el profeta Juan (Lennon) nos reveló.

Aunque…

Comencemos por el auténtico principio: también hubo un tiempo que los exégetas llamaron a.E. (antes de Elvis). Una época en la que ya existía el rock ’n’ roll (negro, o también de los blancos pobres). O tiempos anteriores incluso. Confundiéndose con las raíces más profundas y antiguas de los que llegaron a América desde muy lejos: los blues del Delta, los de Texas, Chicago, Detroit, Missouri; el country, el folk, la música apalache de los profundos valles en las dos Virginias, Carolina del Norte, Kentucky, Tennessee…

En a.E. funcionaba ya la industria musical, muy asociada al cine. Los crooners, los solistas de grandes orquestas o los protagonistas de cine musical; lo habitual era pasar por las tres categorías. Bing Crosby, Frank Sinatra, Dean Martin, Tony Bennett, Nat King Cole —demostración, anterior a Bill Cosby, de que cualquier género tenía su réplica para las otras razas—. Hablando de grandes bandas: Glenn Miller, Benny Goodman… y sus correspondientes colegas afroamericanos: Duke Ellington, Count Basie. Las grandes estrellas femeninas: Ella Fiztgerald, Billie Holiday, Sarah Vaughan… Las listas son infinitas, porque el talento era infinito. a.E. estaban ya plantadas las semillas de lo que estaba por venir.

a.E. estaban también los profetas mayores, aquellos que parece que pasaron desapercibidos en América, pero desde luego no en ciertos hogares de Liverpool: Chuck Berry, Little Richard, Jerry Lee Lewis, Carl Perkins, Fats Domino, Buddy Holly. No estaban solos los scousers (nativos de Liverpool). Algunos londinenses indeseables buscaban también afanosamente discos que traían los marinos que llegaban de USA. Muddy Waters, Howlin’ Wolf, John Lee Hooker, Elmore James… América ignoraba la infinita riqueza musical de la música negra. No era precisamente el caso en Inglaterra.

Cuando llegó Elvis, todo se reordenó. Elvis cantaba las canciones que se sabía, que formaban parte de su educación. Y las cantaba como se las había escuchado cantar a aquellos cantantes afroamericanos que formaban parte de su paisaje emocional. Esa fue precisamente una de las peores cosas que se decía de él en los círculos conservadores: que era negro, o peor, amigo de los negros. El racismo, el llamado Pecado Original de una nación en la que aún hoy, 2025, no hay explicación posible a la gran mayoría de las cosas que allí ocurren si no se recurre al mismo.

Precisamente por eso —y por su manera de moverse—, Elvis marcó el final y el principio de los tiempos. Nunca nada volvería a ser igual. El mundo se llenó de padres indignados, de educadores indignados, de alcaldes indignados… y de adolescentes en éxtasis. En EEUU, pero también en Inglaterra, Francia, Alemania… Como dijo John Lennon, apenas podían creer lo que estaba ocurriendo. Como dijo Lennon, en el momento de escuchar a Elvis ya sabían a qué querían dedicarse.

No duró mucho la cosa. No costó gran trabajo domesticar al Memphis Flash. Apenas unos pocos años después de su aparición ya lo habían mandado al servicio militar; su mánager y su adulador entorno cercano —la Memphis Mafia— le imponían repertorios fuera de los ásperos géneros del rock, el rhythm and blues o el góspel; le imponían calendarios de giras en plazas cómodas, nada de probar en el extranjero o en los estados del sur. En Hollywood, más de 25 películas de muy escasa calidad. El Sistema (eso que llamamos las discográficas, las listas de éxitos, las canciones compuestas y arregladas con el ánimo de llegar a públicos masivos) puso las cosas en su sitio. Frankie Avalon, Pat Boone, todos los Bobbys posibles… convirtieron el rock ’n’ roll en una cosa para padres.

Sin embargo, había aún lugares en los que la grandeza del pop seguía viva. Grandeza que con los años entregó al mundo algunos de los mejores músicos y compositores de todos los tiempos. Los chavales judíos de Brooklyn y el Brill Building (Carole King, Ellie Greenwich, Neil Sedaka, Cynthia Weil, Barry Mann, Phil Spector…). Los chavales bronceados de la Costa Oeste (Brian Wilson, Phil Spector —sí, segunda vez; no nos hemos equivocado—, Jack Nietzsche, Lou Adler, P.F. Sloan…). Y algunos hermanos mayores (Jerry Leiber, Mike Stoller…).

Es decir, no todo estaba perdido. Las bases estaban puestas.

Y en esto llegaron los Beatles. Patapán.

Veamos:

“El día 8 de febrero no había una sola banda de rock ’n’ roll en todo el país. El día 9 de febrero los Beatles tocaron en el Ed Sullivan Show. El día 10 de febrero todo el mundo tenía una banda en el garaje. Mi vida comenzó el 9 de febrero de 1964”. La frase es de Steven Van Zandt, uno de los tipos que más saben de música popular en Norteamérica. Y mítico guitarra de la E Street Band o de Southside Johnny.

Para situarnos: a día de hoy, el late night de mayor audiencia en USA, el de Stephen Colbert, que además se emite desde el teatro de Ed Sullivan, tiene una audiencia de 2,4 millones de espectadores. La actuación de los Beatles, desde el mismo escenario, fue vista por 73 millones de personas. En aquel momento, un 34% de la población estadounidense. Bob Dylan, Roger McGuinn, Alex Chilton, Arthur Lee, Neil Young, Tom Petty… usaron la misma palabra para referirse a lo que sintieron en aquel momento:

Epifanía.

Y ahora vamos con lo que todo aquello supuso para la música popular. Lo primero, para mí, es muy claro: la irrupción de los adolescentes. Si hay una edad en la que mides menos tus pasos y te entregas con pasión a lo que verdaderamente sientes, a aquello que te define, esa época es, en mi opinión, la adolescencia. De los Beatles en adelante, la música pop nunca volvió a ser asunto de jóvenes, sino de adolescentes. Los Beatles llenaban los estadios de adolescentes. A los jóvenes les podrían gustar los Beatles, pero eran los adolescentes los que se volvían literalmente locos, tanto chicas como chicos. Eran los que llenaban estadios, los que formaban bandas. Los padres, la policía, los mayores… lo entendieron pronto: el peligro era muy serio. Esto no lo iba a poder detener nadie. Los Beatles no venían solos, no tenían mánagers que les pudieran domesticar, llenaban sus discos de homenajes a la música negra. Eran un peligro muy serio.

Y precisamente por todo lo anterior, de pronto, la música popular había vuelto a convertirse en —o por primera vez había comenzado a ser— eso: popular. Veías y escuchabas a los Beatles y lo siguiente que querías hacer era componer y tocar tus propias canciones. Sin estudiar música. O, como decían los Byrds, bastaba con poco más que tener un buen corte de pelo y unos pantalones chulos. La Epifanía Beatle, además, se extendió a escala planetaria: desde Francia a México, desde Escandinavia a Turquía, desde Perú hasta Japón, desde Australia hasta España… el mordisco no respetó a nadie. Terry Melcher, hijo de Doris Day, fue uno de los productores más influyentes de la escena pop angelina. Nancy Sinatra casi mata a su padre de un disgusto. Dean Martin Jr. montó un grupo de éxito moderado, junto con Desy Arnaz o Billy Hinsche (también “hijos de”). Los Beatles reinaron en todo el planeta. La música popular dejó de tener fronteras.

También fronteras raciales. Todo el mundo en América tuvo que girar la cabeza hacia su mismo país. Los Beatles traían “desde Inglaterra” a Chuck Berry, Little Richard, Carl Perkins… Creo que fue el 23 de febrero de 1964: en su tercera aparición en el Ed Sullivan Show los Beatles cantaron Twist and shout, de los Isley Brothers. Los Stones y los Animals hacían lo mismo en octubre del 64.

Aquello expuso de manera incontestable el rencor, la rabia, la ignorancia deliberada de una sociedad que se proclama “la tierra de los libres”. Décadas de injusticia y ostracismo, demolidas con solo unas pocas canciones. Unas canciones que, de la noche a la mañana, pasaron a ser la seña de identidad de millones de chicas y chicos. Gracias, en no poca proporción, a los cuatro de Liverpool. Incansables devoradores de música negra. Desde su inicio como músicos, como grupo. La música afroamericana dejó de ser un secreto. Y pasó a ser la base fundamental sobre la que se construyen todos los géneros musicales populares de cualquier lugar del planeta.

Un tercer elemento que me parece muy sugestivo: la explosión de bandas. Little Steven salió cierta mañana de febrero de 1964, después de ver a los Beatles la noche anterior, con la firme intención de formar una banda. Se formaron grupos en todos los estados, en todas las ciudades. Había batallas de bandas (concursos) en todos los institutos. Y no solo en Estados Unidos. La explosión alcanzó los cinco continentes. Soy un apasionado de los grupos de garaje de los sesenta. Hubo verdaderas maravillas. Y también muchos mediocres, pero a los que, a día de hoy, se les puede escuchar con una pasión y una energía verdaderamente contagiosas. Gracias a la dedicación sorda y denodada de los arqueólogos, nos han llegado hoy día cientos de oscuras grabaciones. Nuggets, Peebles, Back from the grave… infinitas colecciones que no dejan lugar a dudas: los Beatles —y los Stones, Yardbirds o Animals— no hicieron prisioneros.

Así que estábamos en que llegaron los Beatles y fue una Epifanía. Y, además, poco tiempo después, comenzaron a experimentar. La segunda Epifanía. Resulta que valía todo. Sicodelia, rock duro, letras absurdas o letras con significados ocultos. La guerra de Vietnam comenzó a ser EL PROBLEMA. Los jóvenes comenzaron a ser EL PROBLEMA. En 1967, en Monterrey, no muy lejos de San Francisco, tiene lugar el primer festival de música rock y pop, que reúne a lo mejor de la Costa Oeste. Se imponen los largos desarrollos progresivos, el rock sin límites. Y aparecen Otis Redding o Jimi Hendrix. Negros. No hay segregación en los escenarios. Y los Who, que revientan el escenario. ¿El rumor incesante durante los dos días del festival? ¿El rumor que todo el mundo llegó a dar por verdadero? Sí, ese. Los Beatles venían. Iban a tocar. ¿Por qué? Pues porque tenía sentido, por el lugar, el momento y la música.

Han pasado muchos años de aquello. Y aun así… Hoy han desfilado por mi Spotify: Mike Delevante de Nueva Jersey —unos cuantos años de carretera en la espalda—; dos canadienses maravillosos, Ron Sexsmith y Mac deMarco; unos tales Mayflies USA, recién retornados desde la oscura noche del tiempo —de Chapel Hill, NC—; y, por último, a la espera de lo que pueda sacar este año, el disco de 2024 de Steve Forbert, un muchacho nada muchacho de Meridian, MS, capaz de hacer las canciones más hermosas que se puedan imaginar. Todos esos discos, absolutamente todos, vienen extra llenos de sonidos, frases, arreglos, que nos envían, aún hoy, cuatro chavales de Liverpool.

Sí, los Beatles han sido, son, muy grandes. No solo por ellos mismos, sino por lo que muchos otros, millones de otros, y bajo su influencia, han sido capaces de hacer. Música popular.

Sin embargo, antes de terminar… en fin, necesito sincerarme. Para mí, con el corazón en la mano… estooo… no han sido los más grandes. El mundo de la música popular es tan vasto y complejo, tan poliédrico, tan cambiante, tan distinto a sí mismo, que mirar únicamente en la dirección de los Beatles es perderse tal vez tres cuartos o cinco sextos —da igual— del cuadro. Nadie puede abarcar la totalidad del cuadro con su mirada. Pero sí es posible explicar a la Velvet, Joy Division o Lankum sin tener que recurrir al patrón medida. ¿Quién y en qué influyeron más? ¿Los Beatles o Gram Parsons? ¿Los Beatles o Can? ¿Los Beatles o los Ramones?

Por otro lado, sería extraordinariamente injusto si no dejara aquí constancia del motivo por el que participo en este epílogo. Primero, claro, porque Putxe, una persona maravillosa y humilde, un tipo al que admiro, pero sobre todo al que quiero muchísimo, me lo pidió. Yo creo que hubiera hecho muy bien habiéndoselo repensado, no soy de fiar.

Y segundo, porque esta obra, inabarcable, infinita, titánica, me lleva a recordar uno de los libros que más me han apasionado, que más han influido en mi pasión por la música. Ese libro se llama Revolution in the head: The Beatles’ records and the sixties, y lo escribió Ian MacDonald, escritor, periodista y músico. Libro que por cierto no gustó nada a Sir Paul McCartney. Lo que me hizo apreciarlo aún más.

Ian MacDonald y su pedagogía, canción a canción, me enseñaron a escuchar y entender, a cruzar referencias y profundizar en los procesos creativos tras una determinada canción. En cierto modo, la obra de Putxe es para mí como un Revolution in the head ampliado, llevado hasta límites imposibles para nadie que no sea Putxe.

Es desde ahí que parte mi enorme, mi brutal admiración por Putxe y por este trabajo suyo. Por su trabajo de tantos años, por su investigación, por las incesantes escuchas de material, por la capacidad de hacer que las piezas encajen, o, por el contrario, por ayudar a entender cómo no encaja lo que uno pensaba que sí.

Querido lector: si quieres entender qué pasó, sumergirte hasta los abismos más profundos, sin límites ni tiempo… este es tu libro. O si en el fondo lo único que quieres es entenderte a ti mismo, este es tu libro.

Carlos Santa María

COMPARTIR LA AFICIÓN POR THE BEATLES

Soy mexicano. Pasé mi infancia entera escuchando indistintamente en casa rancheras, música clásica o la música pop del momento. Pero algo produjo en mí una mutación emocional cuando llegó a mis manos, casi por azar, un disco de The Beatles. Hoy sigo sin saber qué se transformó dentro de mí en ese momento. Pero lo que sí sé es que entré en un cosmos diferente, sorprendente, reconfortante, desafiante, ilusionante, alucinante. Un algo mágico que salía de ese LP y que hoy, más de 50 años después, me mantiene igual de hechizado. A Revolver siguieron los demás, sin parar. Y así, en dos o tres años, había succionado desde Please please me hasta Let it be, pasando por la inenarrable experiencia de Rubber soul, Sgt. Pepper’s y la grandeza, casi sacra, de Abbey Road. Y, junto con ellos, el álbum rojo y el álbum azul pasaron a ser “mi tesoro”.

En aquellos años (mediados de los ’70) era casi imposible conseguir la letra de las canciones de cualquier producción británica o americana. Pero daba igual. Todos hemos cantado en inglés sin saber qué decimos y con la mitad de las frases inventadas. Daba igual. El caso era unirse a esa corriente vivificadora. Poner el walkman o el equipo de sonido. Cerrar los ojos. Unirte al baile. Comenzar a gritar. Fusionarte con la comunidad de los inoculados con el mismo virus que tú… descubrir, con inmensa felicidad, que a tu alrededor, aquí, allá y acullá, hay decenas, cientos, miles, millones de personas tan trastocadas como tú… y que el origen siempre es el mismo… Liverpool.

Y así fue como mi adolescencia vivió preñada de The Beatles… Montamos una banda casera de rock para tocar a los Beatles y nos pasamos tardes enteras tratando de emular alguno de esos sonidos mágicos y electrizantes. Creamos un club de fans, liderado por mi profesor de sociología, que, con 10 años más que yo, había tenido la fortuna de poder ir adquiriendo cada nuevo LP según iba saliendo al mercado, ¡en tiempo real! Y nos habíamos deslizado de la música en sí al seguimiento de la vida de sus creadores, a quienes admirábamos y de quienes soñábamos, algún día, volviesen a juntarse y tocar, por el bien de la humanidad. Pero nunca pasó. El asesinato de John Lennon me pilló con 15 años, y fue un durísimo golpe para mí… En aquel momento John ya era para mí un referente moral y un crítico social. Esa semana fuimos los amigos al cine todos los días, porque, en honor a John, ponían todas las películas de The Beatles en la gran pantalla… Y mi profesor de sociología propuso hacer una colecta de llaves, para fundirlas y erigir un monumento a Lennon en el mejor lugar de mi ciudad… Y un amigo que esas navidades de 1980 iba a NY, consiguió traerme una copia del LP Double fantasy, de la primera edición, anterior a todas las reediciones posteriores que ponían en la carátula “Disco póstumo”.

Cuando en 1985 aterricé en Barajas, los Beatles parecían pasar a formar parte de mis bonitos años en México. De mi pasado. Ni en mis mejores sueños imaginé que lo mejor de la beatlemanía estaba por venir… Pero así fue.

Imagina que te apasiona leer a Charles Dickens y que uno de tus mejores amigos es especialista en literatura inglesa del siglo XIX, que es tan aficionado como tú, pero te da mil vueltas, porque conoce todos y cada uno de los entresijos de cada una de sus obras. A mí me ocurrió. Fue en 1987 cuando, en un campamento de verano, conocí a Carlos Prieto, Putxe, insigne autor de esta obra que ya termina. Cuando en medio de una actividad comenzamos a hablar, y descubrimos que a los dos nos había atrapado el cuarteto de Liverpool, nos sonreímos, y comenzamos a cantar, una tras otra, todas las canciones de The Beatles que recordábamos. Y ahí empezó nuestra afición, compartida hasta el día de hoy.

Son innumerables los momentos que hemos compartido juntos disfrutando de la música de los Fab Four. Pero si hubo un momento especial, sin duda, ese fue el 2 de noviembre de 1989, cuando fuimos juntos al primer concierto de Paul McCartney en Madrid, en el anteriormente llamado Palacio de los Deportes. ¡Qué momentazo! Cantando sin fin, una tras otra, las canciones de los Beatles, parecíamos los teloneros de la fila que, muchas horas antes del concierto, ya se había formado a las afueras del recinto. A este momento especial le siguieron otros, con Paul, con Ringo, visitando salas con diferentes bandas tributo… y comidas y cenas con amigos y con la familia, donde los Beatles y su música siempre han tenido un lugar muy especial.

Fue a principio de los años ’90 cuando Putxe me regaló un ejemplar encuadernado de su primer borrador de la obra que hemos ido leyendo, por entregas y a lo largo de casi cuatro años, en Frontera D: The Beatles: It’s all too much. Se llamaba The Beatles. Su obra musical completa. Y sus 216 páginas únicamente se sumergían en el mundo beatle de 1962 y 1963. ¡Ya entonces iba para largo! Pero ahí estaba ya la semilla: explicar el concepto, la historia y la repercusión de cada nuevo LP. Desgranar sus letras y sus posibles significados. Indagar en la innovación musical y la audacia que hay detrás de cada canción. Las anécdotas más interesantes de cada grabación. Las versiones. Etc.

Para gente como yo, apasionados por la música de The Beatles, pero sin el tiempo, la dedicación, la memoria privilegiada, el saber musical enciclopédico, la capacidad de organización, etc., que son atributos de personas como Putxe, It’s all too much ha sido, es y será un regalo eterno. Un lugar para relajarte, aprender, reírte, recordar, entender, volver a escuchar poniendo atención a esos matices que acabas de descubrir, resignificar una letra, y volver a sentir, una vez más, cómo una fuerza sobrenatural expresa al mismo tiempo armonía y belleza, rebeldía y provocación, sonrisas y lágrimas, lo nuevo y lo antiguo… La vida misma, mi propia vida, se puede descifrar y entender sumergiéndote en la historia de The Beatles. Y esta enciclopedia, publicada en Frontera D por entregas, es el manual por excelencia para hacerlo.

Cada día que oigo a The Beatles me pregunto cuál es la razón de no sentir cansancio, hastío o aburrimiento después de oír miles de veces las mismas canciones. Si a vosotros os pasa lo mismo, no lo dudéis, estáis inoculados. Y no hay vacuna.

Llegados a este punto, y como uno de tantos millones de aficionados a The Beatles, solo resta decir: ¡Gracias, Putxe! It’s all too much!

Marco Gordillo

SER APÓSTOL SIN CONOCER A CRISTO

Yo me quedé en los Beatles…

Con esa frase resuelvo mi condición de boomer. Y aunque no es cierta del todo, me soluciona todo tipo de discusiones, encontronazos o debates. Si invocas a The Beatles se acabó, porque ellos te colocan en otro plano. Quizá no superior, pero sí universal.

Por hartazgo del interlocutor, por asunción de su incuestionable condición demiúrgica, o por cualquiera de las varillas intermedias de ese abanico, “yo es que me quedé en los Beatles” es el joker que zanja cualquier combate dialéctico.

Y eso que todo es falso: los cuatro de Liverpool se divorciaron mucho antes de que yo naciera. Soy su apóstol sin haber conocido al Cristo.

Los Beatles son la banda sonora de mi vida. Los consumo inconscientemente. Tanto como la sangre corre por mis venas, desde antes de nacer y sin que yo lo ordene. Y tanto como el oxígeno lo respiro sin reparar en él.

A Lennon y McCartney, a Harrison y Ringo, soy casi incapaz de valorarlos. Cuando los escucho no hay novedad, ni sorpresa, no hay impacto.

Pero son tan yo como el primer recuerdo del patio del colegio: porque ese… sí, funciona como un primer recuerdo; pero al cole, en realidad, ya llevaba yendo un tiempo.

Los Beatles son como papá… que tendrá siempre 37 años porque aquella monja lo preguntó aquel día, y es la primera respuesta consciente que aparece en mi almacén de la memoria.

Pero como siguieron ahí, perennes, también son una clase de Historia Contemporánea impartida por Luis Emilio, en COU: lo más parecido a disfrutar en clase, por primera vez desentrañando datos y asistiendo a la clarividencia de los conocimientos combinados en mi mente.

Y son la satisfacción de la madurez, de ser hoy quien soy, incluso a veces sintiendo que hablo y mis mayores escuchan, interesados, atendiendo y, quizás, hasta aprendiendo.

Los Beatles son, en definitiva, una eterna mañana del día de Reyes: porque siempre están ahí, porque siempre son lo mejor del año, porque uno no localiza en su memoria la primera vez… y porque, con el paso del tiempo, me siguen dando la vida, pero de manera distinta.

Yo me quedé en los Beatles, sí. Pero sería más correcto decir que los Beatles se quedaron en mí. Lo primero es un mecanismo de defensa: no son de mi época, pero yo los elegí. Lo segundo es una especie de conjuro: igual que a ellos les pasó, a mí me ocurrió con ellos que, en la historia de mi vida beatlemaníaca, todo ha encajado en tiempo y forma.

***

Tantas veces, en tantos entornos, en los libros de Historia, aparecen renacimientos y siglos de oro.

Existieron Lope de Vega y Mozart. Ya hubo un Velázquez y también un Shakespeare… así que, ¿por qué esta vez sí que hubo unos Beatles?

Una diferencia pudo ser la creación en grupo, que incentiva la sana competencia.

Otra diferencia, y esa es tal vez la clave de todo, vino con las revoluciones tecnológicas y de otro orden que los fueron acompañando en sus apenas siete años de vida.

El desarrollo de la electrónica. El perfeccionamiento de la producción en masa. La lucha triunfal que generalizó los derechos sociales. El acceso, consiguiente, al consumo en masa. La primera conquista del espacio. La guerra fría…

Todo eso, y un montón de cosas más que no caben aquí, coincidieron en la década prodigiosa de los años 60 del siglo XX: otro Renacimiento, esta vez transgresor; una nueva Ilustración; un Siglo de Oro de apenas diez años.

O siete. Los que duraron los Beatles desde que salieron de las cavernas hasta que nos dejaron solos.

Y si las condiciones y el entorno fueron comunes, entonces, ¿por qué ellos sí, y no los Stones?

Seguramente, por lo mismo que el genio de Calderón y el de Salieri, el de Rubens y el de Cervantes, serán siempre admirados, tendrán partidarios que los prefieran, críticos que los antepongan… pero en el imaginario colectivo siempre serán, cada uno de ellos, el que le discutía la primacía al indiscutible.

Llegaron los Beatles y su éxito fue tal que las discográficas descubrieron que la técnica de producción de vinilos les permitía satisfacer la demanda masiva de su música.

Y sus coetáneos jóvenes, además, tenían horas libres para consumirla, como nunca sus abuelos. Podían ahorrar para viajar a conciertos, algo impensable para la generación de sus padres. Y, encima, las canciones les perseguían allá donde fueran: ese invento de la televisión metía a las bandas en los salones, incentivaba la especialización de las radiofórmulas, y estimulaba el nacimiento de revistas… porque los héroes tenían rostro.

Además, la música sea quizás el único arte que se puede disfrutar mientras haces otra cosa.

***

Decía que Paul, John, George y Ringo son como de la familia, y que una serie de casuales bienaventuranzas, como les pasó a ellos, han ido alimentando esa pasión en los momentos precisos de mi vida.

Así, del mismo modo que volver a casa de los padres, a veces, te transporta al zumo compartido con mamá, For no one me encharca los ojos cuando quiere, aunque suene de fondo en los auriculares mientras trabajo en el periódico.

I am the walrus siempre, siempre, me detiene. Porque la realidad se borra y los ojos me llevan al salón de la infancia, viendo una y otra vez el Magical Mystery Tour con Putxe, mi hermano el mayor… el culpable de todo: semilla, tierra, abono y riego de esta locura.

Todo empezó un día de octubre de 1983, en que escuché (veinte veces) la “oda a un oso koala” y, más aún, al autor de esta enciclopedia beatlemaníaca decirme que esa era la canción buena del single.

Yo tendría ocho años recién cumplidos. Y si un hermano mayor siempre es fuente de autoridad, o incluso de sabiduría, así fue como se me grabó en la cabeza que yo debía preferirla. A pesar de que a mí lo que me flipaba era el vídeo de Say say say. Y lo que me volvía loco era cómo lo hacía todo Michael Jackson: cantar, bailar, sonreír, actuar.

Aunque si miro atrás (si leo la historia), lo que parecía una memez sentenciada por un preadolescente de apenas 12 años con pretensiones de sabihondo, nos introdujo a los dos en un mundo nuevo.

De tanto reproducirla, los surcos del oso koala se debieron de hacer tan profundos en el vinilo que llegaron a traspasar los de la cara A.

En ella, ambos habíamos descubierto a un tal Paul McCartney, el señor cuarentón que trataba de hacerse el jovenzuelo en una colaboración con Jacko, el genio, el héroe, el pionero de esos incipientes años ochenta.

Yo no solo nací en 1975, en el año 5 dB (después de los Beatles), sino que tenía todas las razones para, si acaso, haberme convertido a lo que me tocaba, venerando a Dire Straits, Simple Minds, Radio Futura… o yo qué sé, Queen, U2, Hombres G.

Yo podría haber proclamado la buena noticia de Oasis, las parábolas de Calamaro, los evangelios oscuros de Nirvana.

Pero esos eran (solo) música.

Los escuché, sí, los disfruté, los consumí. Y hasta mi primera adquisición en el Discoplay de La Vaguada fue una cosa de George Michael.

Reconozco que, pasados los años, he llegado a pensar muchas veces que si hubiese descubierto a los Stones no digo antes, sino a la vez, yo sería más de ellos. Porque son más mi rollo.

Pero no. Ellos, también, son música, nada más.

Baste como prueba acreditar que hay gente que no los ha escuchado nunca. Incluso he llegado a conocer a algunas personas que no sabían quiénes son.

Y sin embargo, los Beatles están en cada casa. En al menos alguna de las cintas de lentas que nos intercambiábamos entonces alguien grababa, tal vez, el Something de George. Y no hay quien no haya cantado en alguna borrachera, con Ringo, el Yellow submarine.

Cuando no se había inventado internet ya se decía que, desde su estreno, Yesterday no había dejado de sonar en ningún momento, en alguna estación de radio del planeta, de manera encadenada.

Y todo el mundo sabe que (es mentira que) Lucy in the sky with diamonds es un acrónimo del LSD.

A los Beatles les vino a ver el destino cuando Paul se sentó junto a George en el autobús, y luego un día vio a un malote gafotas aporrear una mala guitarra en un festival colegial. Porque los tres tenían las personalidades complementarias para lo que luego serían. Y luego Ringo selló las piezas del puzle.

Hoy lo sabemos, porque es historia y está en los escritos.

Y a nosotros, sus apóstoles, nos vino dios a ver, primero con los Anthologies y luego con las ediciones superdeluxe. Esas tomas descartadas, las versiones iniciales, y las tres inéditas recreadas (hasta la fecha) nos permiten redescubrirlos. Como en unos evangelios apócrifos, nos dan la ocasión de redescubrir la fe, de valorarlos como novedad y sorpresa. Con impacto.

Ocurre que no solo yo me quedé en los Beatles. Sino que todos lo hicieron.

Juntos, ellos crearon todas las partituras y abrieron todos los caminos que, después, siguieron esos otros músicos aquí citados… y todos los demás.

¡Pero si hasta el primer éxito de los Stones fue I wanna be your man, una composición de Paul y John!

Y luego, cuando en 2023 Jagger, Richards y Wood, ya octogenarios, hicieron su mejor disco en décadas, los Beatles volvieron a bajar(los) de los cielos con, por fin, la inédita Now and then.

Yo me quedé en los Beatles. Y aquí me quedaré, con todos vosotros, proclamando su grandeza hasta el fin de la Historia.

Alberto D. Prieto

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