Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoUcrania, Cataluña y el nacionalismo

Ucrania, Cataluña y el nacionalismo


 

Las protestas en Ucrania y la convocatoria del referéndum en Cataluña han sucedido ambas contra pronóstico y con el mismo hilo conductor: el nacionalismo. Aprovechando esos fenómenos, vamos a contar lo que hace unos años, a finales de los noventa, explicaba Manuel Castells en el segundo volumen de La era de la información, en concreto en capítulo Paraísos comunales: identidad y sentido en la sociedad red y, más en particular, en el apartado Naciones y nacionalismos en la era de la globalización: ¿Comunidades imaginadas o imágenes comunales? Nos llama especialmente la atención que para ilustrarlo utilice los casos de Cataluña y de la desintegración de la Unión Soviética. O, mejor, como él lo explica:

 

«La deconstrucción de un estado multinacional centralizado, la antigua URSS, y la formación siguiente de lo que considero que son cuasi-estados-nación; y el surgimiento del cuasi-estado nacional en Cataluña a través del doble movimiento de federalismo en la Unión Europea».

 

El fracaso del único Estado plurinacional

 

Respecto a la URSS, Castells rompe un montón de mitos. Por ejemplo, comenta:

 

«La revuelta nacionalista contra la Unión Soviética fue particularmente significativa porque era uno de los pocos estados modernos construido de forma explícita como un estado plurinacional, con nacionalidades afirmadas tanto para los individuos como en la administración territorial de la Unión Soviética».

 

Habla, además, de las políticas indigenistas apoyadas tanto por Lenin como por Stalin:


«Fomentaron las lenguas y costumbres autóctonas, aplicaron programas de acción positiva, favorecieron el reclutamiento y la promoción de nacionalidades no rusas dentro del estado y de los aparatos del partido de las repúblicas, así como en las instituciones educativas, y fomentaron el desarrollo de élites culturales nacionales, naturalmente con la condición de subordinarse al poder soviético».

 

La URSS se construyó en torno a una identidad doble: por una parte, se protegieron las identidades étnicas/nacionales (incluida la rusa); por la otra, la identidad soviética como el cimiento de la nueva sociedad. Incluso la Constitución de la URSS reconocía el derecho a la autodeterminación de cada miembro de la federación. 

 

Pero hay que señalar la paradoja, como hace Castells, de que la rusa fue probablemente la nacionalidad más discriminada: la Federación Rusa tuvo mucha menor autonomía política del estado central soviético que cualquier otra república. Incluso, de acuerdo con estudios citados por Castells, hubo una transferencia neta de riqueza, recursos y formación de Rusia al resto de las repúblicas. Y en cuanto a la identidad nacional, fueron la historia, la religión y la identidad nacional rusas las más reprimidas durante la época soviética. Sobre ella, literalmente, aplastándola, se quiso construir la nueva identidad soviética, pero o no tuvo demasiado tiempo para cuajar, o, simplemente, fue un completo fracaso.

 

El vacío que dejó el comunismo se rellenó con nacionalismo

 

Por eso, de hecho, fue la fusión de la lucha por la democracia y la recuperación de la identidad nacional rusa bajo el liderazgo de Yeltsin la que creó las condiciones para la desintegración de la URSS. Aunque sería injusto atribuirlo sólo a esto. La crisis económica fue fundamental, claro, pero ahora no vamos a hablar de ella, sólo de los factores identitarios que hicieron que la URSS desapareciera. Y, en este sentido, como escribe Castells,

 

«el vacío ideológico creado por el fracaso del marxismo-leninismo para adoctrinar realmente a las masas fue reemplazado en los años ochenta, cuando el pueblo fue capaz de expresarse, por la única fuente de identidad que se conservaba en la memoria colectiva: la identidad nacional. Por ello, la mayoría de las movilizaciones antisoviéticas, incluidos los movimientos democráticos, se llevaron a cabo bajo las respectivas banderas nacionales».

 

Las élites políticas utilizaron el nacionalismo como la última arma contra el comunismo. Y tuvieron razón en utilizarla, porque era lo único que podía calar entre la gente. De hecho, Castells dice:

 

«El resurgimiento del nacionalismo no puede explicarse por la manipulación política; más bien su uso por parte de las élites es una prueba de la perdurabilidad y vitalidad de la identidad nacional como principio movilizador».

 

De todas maneras, como escribe Castells, y recordemos que lo hace a finales de los años noventa, cuando surgieran los nuevos estados-nación de las cenizas de la URSS, no era probable que pudieran funcionar como estados soberanos plenos. En primer lugar, porque dentro de los nuevos estados hay múltiples nacionalidades e identidades históricas. Lo más relevante es la existencia de 25 millones de rusos que viven bajo una bandera diferente a la suya. Y en Ucrania, sólo el 73% de la población es ucraniana. También es verdad que en otros lugares, la población nacional pesa menos. Por ejemplo, los estonios y los letones representan entre un 50% y un 60% de la población en sus respectivos países. Y, además, el sentimiento nacionalista que ha resurgido en Ucrania en los últimos tiempos puede tener que ver con el hecho de que, junto con Bielorrusia, fue el primer país que, de acuerdo con Yeltsin, se independizó de la URSS.

 

La necesidad de una comunidad de países ex-soviéticos

 

Pese a todo, pese al desmembramiento de la URSS, según explica Castells, la interdependencia de las economías y las infraestructuras compartidas hacen muy difícil el desenmarañamiento de los territorios de la antigua Unión Soviética. La estrategia más inteligente debería pasar por la colaboración, por una colaboración similar a la que se pretendió poner en marcha cuando se fundaron las Comunidades Europeas. Pero el proceso debería sobrepasar un obstáculo importante: el temor a una nueva forma de imperialismo ruso.

 

¿Es una crisis de esas características la que está viviendo Ucrania?, ¿la gente que protesta lo hace para emanciparse definitivamente del gigante ruso?, ¿es más realista el Gobierno, que prefiere continuar aliado a Rusia, como Manuel Castells consideraba lógico hace quince años?, ¿o lo más inteligente sería unirse a la Unión Europea, que en principio garantiza unas libertades que no son posibles en la Rusia de Putin, pero exige renunciar la propia soberanía y pagar hipotecas carísimas, sobre todo cuando se necesita ayuda económica, como sucede con Ucrania?

 

Quizás, si como Castells «recomendaba», los antiguos países de la URSS hubieran creado una red de instituciones con la suficiente flexibilidad y dinámica para articular la autonomía de la identidad nacional y compartir la instrumentalidad política en el contexto de la economía global, parte del pueblo ucraniano no estaría en las calles protestando contra Rusia y a favor de unirse a una Unión Europea que, no lo olvidemos, es un proyecto que está haciendo aguas.

 

Cataluña no estaba predestinada a plantear la independencia

 

También Cataluña ha dado una gran sorpresa últimamente. Y decimos sorpresa porque, tal y como lo pinta Castells, nunca debería haber organizado un referéndum por la independencia:

 

«Con la excepción de un pequeño, democrático y pacífico movimiento proindependentista, en su mayoría apoyado por intelectuales jóvenes, los catalanes y la coalición nacionalista catalana rechazan la idea del separatismo, declarando que sólo necesitan instituciones para existir como nación, no para convertirse en un estado-nación soberano».

 

¿Qué es lo que ha pasado en Cataluña para que se haya llegado a este punto: al planteamiento de un referéndum por la independencia? Y no sólo a eso, porque lo que importa no es lo que piensen o lo que hagan las élites políticas. Lo de verdad relevante, lo que de verdad ha cambiado es que el movimiento por la independencia ahora tiene una base social relevante, como nunca antes.

 

Muchos sitúan el origen en la amputación del Estatut. Ahí se encuentra el inicio del más reciente memorial de agravios. Y, a continuación, llegó la crisis, los recortes y el Ejecutivo catalán, vanguardia en las políticas de austeridad por obligación y convicción, necesitó un chivo expiatorio: Madrid. El mensaje caló.

 

Podemos estar de acuerdo con esta argumentación simple (y quizás simplista), pero estar muy lejos de creer que la nación catalana sea un invento. Castells lo explica así:

 

«Al menos durante mil años, una comunidad humana determinada, organizada primordialmente en torno a la lengua, pero también con una buena medida de continuidad territorial, y con una tradición de democracia política y autogobierno autóctonos, se ha identificado como nación en diferentes contextos, contra adversarios diferentes, formando parte de diferentes estados, contando con su estado propio, buscando la autonomía sin amenazar al estado español, integrando a los inmigrantes, soportando la humillación y existiendo aún como Cataluña».

 

El sociólogo también tiene palabras para quienes dicen no sólo que el nacionalismo catalán es un invento, sino que es un invento burgués:

 

«El análisis de clase no puede explicar la continuidad del discurso explícito de la identidad catalana a lo largo de la historia, pese a todos los esfuerzos del centralismo español para erradicarla».

 

Un impopular «memorial de agravios»


Y Castells explica un hito: tras la guerra civil, la represión sistemática de todo lo catalán, que llegó hasta la ejecución de Companys en 1940 después de que la Gestapo se lo entregara a Franco, el nacionalismo se convirtió en el grito de unión para las fuerzas antifranquistas, hasta el punto de que todas las fuerzas políticas democráticas, desde los democristianos hasta los liberales, los socialistas y los comunistas, también eran nacionalistas catalanas. Ahí dice Castells que está el origen de que todos los partidos políticos presentes en Cataluña desde el establecimiento de la democracia española sean catalanes y conserven su independencia, incluso aunque estén federados con partidos similares en España. La única excepción es el Partido Popular. Su centralismo se lo impide. O el hecho de que sea un partido de creación mucho más reciente.

 

Lo han leído unas líneas más arriba: «memorial de agravios». No es políticamente correcto recordar. Y menos las humillaciones que ha sufrido una nación a la que se le discute, no ya sólo su derecho a formar un Estado, sino su propia existencia. Pero hay que recordar unas fechas. No sólo 1940. No nos vamos a ir a los Reyes Católicos, aunque algo tan trivial como un matrimonio provocó la unión de dos reinos y fue acabando poco a poco con el autogobierno de Cataluña. Pero sí a 1640, cuando necesidades financieras de Felipe IV hicieron de España un país más centralista. O ya a principios del siglo XVIII, cuando Cataluña se puso del lado de los Austrias en una guerra de sucesión que terminaron ganando los borbones, franceses, y mucho más acostumbrados al centralismo de su país natal, que demostró Felipe V nada más llegar con los Decretos de Nueva Planta. Entonces, como cuenta Castells, los catalanes reaccionaron desentendiéndose de los asuntos estatales y volviendo al trabajo.

 

¿Por qué después del feo que le hizo Madrid a Cataluña a propósito del Estatut Cataluña no reacciona de la misma manera, no se deja de nacionalismos y se pone otra vez a trabajar?

 

Quizás todo acabe bien. Quizás el experimento sirva para diseñar otro modelo de Estado en el que nos sintamos todos cómodos. Como antiguamente, como cuando,

 

«al declarar a Cataluña al mismo tiempo europea, mediterránea e hispánica, los nacionalistas catalanes, aunque rechaza(ba)n el separatismo de España, busca(ba)n un nuevo tipo de Estado. Sería uno de geometría variable, que uniría el respeto por el Estado español heredado de la historia con la creciente autonomía de las instituciones catalanas para dirigir los asuntos públicos y la integración tanto de España como de Cataluña en una entidad más amplia». 

Más del autor

-publicidad-spot_img