“Un muro blanco y una ventanita; el muro se levanta en el azul. Ventana angosta; otra ventana también chiquita. Ventanas que son de España y de África. El tejado se inclina del otro lado de la pared blanca; pendiente, de tejas curvas. Desde enfrente, no se ve más que el muro de la ventana. Patio silencioso; una palmera o dos; los troncos finos de la transparencia del aire. Montecillos redondos; en España y en África. Cuartito de una casa de África que irrumpe en un patio de Monóvar; una torre de Monóvar que se transforma en un alminar. Dejadez profunda en la serenidad del ambiente; dulzura infinita. Cubos de edificaciones que giran y se confunden; en el azul de Alicante que es el azul de África”.
Azorín, ‘África’, en Superrealismo. Prenovela
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Aprovecho que estoy solo para hacer sesión continua, aunque en dos cines separados por unos cuatro o cinco kilómetros y con un tiempo intermedio para leer, intentar infructuosamente seguir la tercera conferencia sobre las ciudades de Rilke, y preparar una crema de calabacín, zanahoria, puerro y patata. En las dos sesiones los cines eran el perfecto contraste con la vida febril de los bares y restaurantes de Madrid: desolación y soledad. En la sesión de las 17:20 éramos tal vez cuatro o cinco espectadores (entre a oscuras) para ver Karen, en la de las 21 horas tres para contemplar Shorta. Dos cintas danesas.
Nunca había podido asombrarme con el talento de Christina Rosenvinge para el cine, para el arte de ser otra sin dejar de ser ella misma. Tampoco con Alito Rodgers, a quien no conocía de nada, y que me resultó tan convincente como ella, con la diferencia de que mientras ella parecía interpretar para ser él parecía ser para interpretar. Pero puede que en mi caso no sea más que un prejuicio. María Pérez Sanz, la directora, muestra un gran atrevimiento, y una gran inteligencia práctica, al trasladar la Kenia de Karen Blixen a su Extremadura natal y hacernos sentir, dentro y fuera del filme, algo que nos mete y nos saca constantemente en un ejercicio no sé hasta qué punto deliberado de efecto V (distanciamiento brechtiano), y que tiene que ver con la idea de frontera y de identidad. Hace unos días, leyendo su novela Superrealismo, a la que califica por cierto de “prenovela”, Azorín no distingue las sendas, los cerros, las colinas, los cielos africanos de los alicantinos. África está a ambos lados del Mediterráneo. En este caso se extiende (como la mancha creciente del mundo musulmán colonizando el África negra, bajando de norte a sur) por una franja seca peninsular, desde el levante a tierras que se timan silenciosas con Portugal (de este a oeste).
La cineasta cometió otras dos impagables imprudencias: primero le propuso a Christina R. componer la música (hay dos temas, al inicio y al final, que no condicionan ni manipulan la emoción, y facilitan la atención y la mirada retrospectiva), después que encarnara a Karen. Por danesa, por concomitancias biográficas, y de otra índole. Por cálculo, sintonía, intuición. La vemos con indudable aplomo. No imposta sus parlamentos, que a veces parecen monólogos (aunque siempre está a la escucha su criado somalí, Farah Aden, que sólo emplea las palabras necesarias, y escucha el paisaje, y escuchamos nosotros). Se le entiende cuando habla (algo no tan común en el cine español, tan penosamente dicho cuando los actores tratan de ser tan extraordinariamente naturales que resultan tan banales como tememos que sean sus vidas. Como son tantas películas. Innecesarias. Tanto se esmeran en ser ellos mismos, auténticos, verdaderos, que el arte, escaso, salta por la ventana, y la verosimilitud arruina el vuelo poético de tantas obras gallináceas). Además, se nota que sabe lo que está diciendo (algo tampoco frecuente en el cine español contemporáneo, aunque lo finjan).
La película no tiene prisa, no se esfuerza en que pasen cosas para que parezca que pasen cosas en la realidad y en el interior de los personajes. En ese sentido podría considerarse una película contemplativa. Pero no muestra cómo crece la hierba. No se trata de cine experimental que experimenta con la paciencia y las expectativas de los espectadores, como cierto cine experimental contemporáneo, celebrado y premiado, pero harto fatigoso. La puesta en escena y el montaje de Karen están al servicio de una historia contada sin más coro que el de la naturaleza, la paga de los soldados (en este caso los empleados de la granja extremeño-africana de la Blixen: que nombra por sus nombres de pila, pero no vemos. Cada uno es uno, y merece su salario, y lo recrece o lo disminuye según su desempeño, que es un acto de justicia, no de paternalismo ni de imperialismo colonial). Y un rifle que, contradiciendo a Chejov, Karen Rosenvinge lleva como un elemento de atrezo, pura pose, decoración, mucho menos útil dramáticamente que la luz (extraordinario el trabajo de Ion de Sosa) y que el paisaje. ¿Una concesión a la iconografía, a subterráneas fascinaciones masculinas sobre la mujer, la selva y la pólvora?
A pesar de que la sabemos escritora, apenas escribe, apenas lanza grandes frases, de autor, para la historia y para el coro que sigue su leve peripecia desde este lado de la pantalla. No cultiva la épica. No fuerza el drama como tantas películas que quieren hacernos creer que son una forma de verdad (“basada en hechos reales”), y que comprimen el tiempo porque acabamos (los artífices y nosotros) tragándonos el señuelo que a ellos les da de comer y a nosotros nos entretiene mientras morimos un poco más. Así es como, paulatinamente, sin forzar la suerte, entramos en su fragilidad, tras una máscara de voluntad y entereza a la que Christina Rosenvinge presta fisonomía, tempo, voz y vida interior. La extraña verdad del arte, tan intensa, tan conmovedora.
La dehesa extremeña es una prolongación de la sabana africana. Ama y criado se tutean. Ella parecer estar en manos de él, que habla lo justo, pero la directora tiene el acierto de no insistir ni en el exotismo ni en el erotismo ni en el misterio. Aquí no hay supremacismo cultural ni etnocentrismo. Se escuchan, comparten silencio, no emplean frases superfluas. Se cuidan. Y los últimos días de Karen Blixen (Isak Dinesen para la literatura) en el continente negro, el fracaso de su gran aventura que reflejaría después en obras como Memorias de África, nos sirven para que nos preguntemos por el sentido de las elecciones que tomamos, que le dan consistencia a una vida. Una película que exige del espectador querer ver, querer escuchar. Y que es un intersticio para que Christina Rosenvinge envejezca en el cine.
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Me he dado cuenta de que tal vez no necesite volver a África. No sólo porque África está a la vuelta de la esquina, sino porque África ya ha saltado el Estrecho. Ya está aquí.
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“España fortaleza. Es como se denomina desde algunas organizaciones independientes a la opción de que los Gobiernos españoles hayan decidido durante los últimos años invertir más en detener y expulsar a personas migrantes que en integrarlas. De hecho, en la actualidad esa relación está completamente desequilibrada al gastarse ocho veces más en lo primero.
Drones, detectores de pasos, alambradas con cuchillas, sistemas de reconocimiento facial, software. Un total de cien millones de euros para repeler, frente a los once millones para acoger. La investigación que la Fundación PorCausa presentó en julio de 2020, tras haber analizado varios años la ejecución de las cuentas del Estado en esta materia, dio como resultado que el 77% de la Industria de Control Migratorio procede de América Latina; y que el gasto antimigratorio en la frontera sur se traduce en 1.677 contratos públicos por valor de 551,3 millones de euros.
España se convirtió en 2006 en el primer país del mundo en instalar una sirga tridimensional en una valla fronteriza, destinando veinte millones de euros para que recorriera los 1.200 kilómetros de cables de acero de la triple valla de Melilla. Desde entonces hasta 2013, cuando se volvieron a instalar concertinas con cuchillas que causan cortes profundos, la Industria de Control Migratorio se ha convertido en un gran negocio. De hecho, PorCausa apunta que cuarenta y cinco altos cargos que ocuparon puestos en el Gobierno han sido contratados por empresas armamentísticas y de seguridad de la Industria de Control Migratorio”.
Carla Fibla, Mi hogar es cualquier parte
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En Dinamarca el gobierno socialdemócrata quiere aprobar una ley que obligue a los solicitantes de asilo a trasladarse a un país africano (Eritrea o Ruanda) para esperar allí la decisión de los tribunales. Shorta habla de los prejuicios.