Me había prometido no acostarme sin transcribir mi entusiasmo, mi agradecimiento y mi emoción por Capriccio, la impresionante ópera que, a partir de una idea original de Stefan Zweig y con libreto de Joseph Gregor, Richard Strauss compuso en pleno nazismo y estrenó el 28 de octubre de 1942 en la Staatsoper de Múnich, con la ciudad a oscuras por los bombardeos aliados. Es una ópera sublime, porque demuestra que del dilema entre la palabra y la música se puede salir más que airoso cuando hay talento para construir una ópera que sirva como extraordinaria reflexión sobre el género y al mismo tiempo llevarla un poco más allá gracias a su autoconciencia: de lo que la ópera, el teatro musical, supone. Como se plantea en la escena VI: “¿Lleva ya el lenguaje canto en su interior, o la música vive sólo impulsada por él? Una está en el otro y quiere ser el otro. La música despierta sentimientos que impelen a la palabra. En la palabra vive un ansia de sonido y de música”.
La condesa que protagoniza Capriccio, la delicada y fuerte soprano sueca Malin Byström, que se desempeña con igual solvencia como actriz que como cantante, duda entre la música y la poesía, y entre los dos artistas que encarnan esas dos disciplinas, que no solo se disputan el amor de la condesa Madeleine, sino la supremacía de un arte sobre otro. Será ella, que finalmente no opta por ninguno, la que dé la solución: “Todas las artes surgen de nuestro corazón sediento de belleza”.
Pero será tal vez mañana cuando escriba todo lo que hoy me desborda y me desafía.
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Es fácil condenar. Desde la distancia física y temporal. Desde un lugar asoleado en la historia. Desde el presente y lo que sabemos. Desde la superioridad moral. También desde la ignorancia.
Mark Berry, profesor de Historia de la música en la Universidad de Londres, nos ofrece algunas pistas valiosas desde el programa de mano: ¿Palabra o música? ¿Por qué elegir? Es indudable que Strauss tuvo que disfrutar de los favores y tolerancia de las autoridades nazis para poder seguir viviendo, componiendo y estrenando. No olvidemos que Capriccio, la ópera de su despedida, se estrenó en Múnich en 1942. Años terribles en Europa, años de destrucción masiva, de deshumanización absoluta. Nos cuenta Berry que el acomodo de Strauss “real, pero no sin límites, se debe en parte a la necesidad de proteger a su familia”. Escribe Berry: “Baldur von Schirach, el Gaultier (líder nazi de zona) de Viena (…) ayudó a Strauss a proteger su casa de Belvedere y cerró un acuerdo gracias al cual Strauss jugaría un papel en la promoción de la vida musical vienesa a cambio de que se protegiese a su nuera judía, Alice, y a sus nietos (no tuvieron que llevar la Estrella de David en público, y gozarían del privilegio de una educación aria)”. Añade el historiador que “ni Strauss ni Schirach era modélicos moralmente”. ¿Acaso lo somos nosotros?
Pero veamos ahora hasta qué punto la ópera en sí, Capriccio, su última, se acomoda al gusto predominante, a los intereses artísticos y políticos de Goebbels, o juega a la evasión, elude el compromiso, se pone de perfil ante el horror.
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¿Y tres? Tal vez.
La respuesta a las preguntas que se hace la condesa Madeleine y que con tanta convicción vocal como talento interpretativo defiende Malin Byström (una mujer de convicciones y de carácter. ¡Cómo no agradecerle sus desvelos!) en la propia ópera. Es el teatro. Un teatro en el confluyen todas las artes. Pero acaso de manera más arrebatadora en la ópera, una ópera como Capriccio, que es cualquier cosa menos complaciente con la barbarie nazi y el arte y la filosofía que profesaban y propiciaban (Goebbels tacha a Strauss en su Diario de “neurótico decadente”) y en absoluto una evasión de la realidad. Como escribe Andrés Ibáñez en un lúcido artículo en ABC Cultural (‘Capriccio’: música contra las fieras): “¿Tiene sentido consagrarse a la inteligencia y a la belleza en medio de la barbarie? Para mí, la respuesta sería otra pregunta: ¿Qué otra cosa puede hacerse en medio de la barbarie? (…) En una época de arte heroico y militarizado es, en realidad, un grito de rebeldía. Sitúa su acción en Francia, país ocupado por los nazis, y exalta la cultura francesa (Couperin, Rameau, Voltaire)”.
De este estupendo montaje, una ópera perfecta para aprender a disfrutar de la ópera (del arte), y también para preguntarse por el sentido moderno de la ópera, hay que destacar la elegancia y el virtuosismo escénico de Christof Loy (aunque me sorprenda que el público –como si estuviera en una iglesia– no se atreviera a reír abiertamente en los momentos hilarantes que se dan en el escenario), la apasionada lectura musical de Asher Fisch (que en ningún momento tapa las voces de los cantantes, como el libreto advierte en más de una ocasión), o la limpieza de la escenografía ideada por Raimund Orfeo Voigt, con especial énfasis en ese espejo en el que la condesa y la época no se pueden reflejar ni mucho menos reconocerse, y en el que me pareció ver un rompecabezas estético e ideológico que podría haber firmado el pintor Gerhard Richter.
Me gustaría destacar la presencia escénica, el humor y la potencia vocal de La Roche, el empresario teatral que hace una elocuente defensa de la necesidad del teatro (“el teatro tiene que representar la vida”), encarnado por Christof Fischesser, y la hermosísima voz y versatilidad interpretativa de la mezzosoprano Theresa Kronthaler como Clarion, sin olvidar (acierto indudable de Loy) la prodigiosa, precisa, bienhumorada y casi circense actuación de los criados, nuestros representantes en el escenario, el pueblo curioso e irónico, que incluso se burla del teatro y de la ópera modernos (“en la que hasta los criados pasan a primer plano”): Emmanuel Faraldo, Pablo García-López, Manuel Gómez Ruiz, Gerardo López, Tomeu Bibiloni, David Oller, Sebastià Peris y David Sánchez.
Pero hay algo que me cautivó, y que hace todavía más imperiosa la necesidad de no perderse esta ópera. Recoge el profesor Mark Berry en su esclarecedor ensayo en el programa de mano (‘Wort oder Ton?’ ¿Palabra o música?) cómo el director del estreno muniqués, Rudolf Hartmann, evocó aquella función:
“¿Quién de entre la generación más joven puede realmente imaginar una gran ciudad como Múnich sumida en una negrura total o a los asistentes al teatro tratando de encontrar su camino a través de las calles oscurecidas con la ayuda de pequeñas linternas? Se arriesgaban a ser sorprendidos por un bombardeo aéreo, y aún así su anhelo de escuchar la música de Strauss, su deseo de ser parte de una ocasión festiva y experimentar un mundo de belleza más allá de los peligros de la guerra les llevó a superar todos estos problemas materiales… Más tarde, resultó difícil renunciar a la atmósfera liberadora y unificadora creada por la calidad artística de la nueva obra. Pero fuera esperaba la ciudad oscura, y el regreso a casa estaba plagado de peligros potenciales”.
Porque me recordó cuando en el Sarajevo sitiado y bombardeado por los radicales serbios asistí al estreno de El refugio, que hablaba de cómo en medio de la destrucción y el horror los ciudadanos podían encontrar en el teatro una forma de consuelo y al mismo tiempo una toma de conciencia frente a la quiebra de toda humanidad, el final del sentido y de las palabras. Y más teniendo en cuenta que los actores se jugaban la vida cuando iban a los ensayos, y el público también cuando asistía a las representaciones del Teatro de Guerra de Sarajevo.
Puede que el arte, el teatro, la música, la poesía, la literatura, la ópera no nos vacunen contra el mal. Pero hemos de seguir intentándolo. Tal vez porque, como dice la condesa Madeleine, “todas las artes surgen de nuestro corazón sediento de belleza”.
Fotos: Javier del Real